El poder ha aprendido a esquivar los efectos liberadores de Internet. Mejoran las herramientas para atacar a los periodistas
22 FEB 2015 - El País
Dos convicciones se han asentado en el pensamiento contemporáneo sobre el periodismo. La primera es que Internet es la fuerza que más está convulsionando los medios de comunicación. La segunda es que la Red y las herramientas de comunicación e información que ha generado, como YouTube, Twitter y Facebook, están desplazando el poder desde los Gobiernos a la sociedad civil y a los blogueros, ciberciudadanos o los llamados “periodistas ciudadanos”. Es difícil no estar de acuerdo. Sin embargo, estas afirmaciones esconden el hecho de que los Gobiernos están teniendo el mismo éxito que Internet a la hora de irrumpir en los medios de comunicación independientes y condicionar la información que llega a la sociedad.
Es más, en muchos países pobres o en los que tienen regímenes autocráticos, las acciones gubernamentales pesan más que Internet a la hora de definir cómo y quién produce y consume la información. Hay un hecho sorprendente que lo ilustra: la censura está en pleno apogeo en la era de la información. En teoría, las nuevas tecnologías hacen que a los Gobiernos les sea más difícil, y en última instancia imposible, controlar el flujo de la información. Algunos sostuvieron que el nacimiento de Internet presagiaba la muerte de la censura. En 1993, John Gilmore, un pionero de Internet, declaraba a Time: “La Red interpreta la censura como un obstáculo que debe evitar y evadir”.
Hoy, muchos Gobiernos han aprendido a esquivar los efectos liberadores que tiene Internet. Como los emprendedores, están recurriendo a la innovación y la imitación. En Hungría, Ecuador, Turquía o Kenia, las autoridades emulan a autocracias como Rusia, Irán o China censurando noticias críticas y creando sus propias empresas estatales de comunicación. También están diseñando herramientas más sutiles para atacar a los periodistas. De esta forma, la esperanza de que Internet permitiría la proliferación de fuentes de información independientes y diversas se ha hecho realidad solo para una parte minoritaria de la humanidad, la que vive en democracias consolidadas.
En Venezuela, dos de los principales periódicos, críticos con el Gobierno, han sido vendidos a empresas misteriosas
Como periodistas, hemos conocido de primera mano los efectos transformadores de Internet. La Red es capaz de reformular cualquier ecuación de poder en la que la información sea una variable. Pero esto no es una ley universal. Cuando empezamos a cartografiar ejemplos de censura, nos alarmó el hecho de encontrar a simple vista tantos casos y tan descarados. Pero más sorprendente todavía es la magnitud de la censura que no se ve, y que es difícil detectar por diversos motivos. Primero, algunas herramientas de control de los medios se enmascaran como perturbaciones del mercado. Segundo, en muchos lugares, el uso de Internet y la censura se están extendiendo rápidamente de forma simultánea. Tercero, aunque Internet es un fenómeno mundial, la censura se percibe todavía como un problema local o nacional. Las pruebas indican otra cosa.
En Venezuela, por ejemplo, entran en juego estos tres factores. El uso de Internet está creciendo a gran velocidad, a pesar del ambicioso programa de censura aplicado desde el Gobierno. Algunos de sus métodos permanecen ocultos, y han salido a la luz en otros países. Uno de ellos consiste en hacerse con el control de medios independientes a través de empresas fantasma y falsos compradores.
Según Tamoa Calzadilla, que hasta el año pasado era directora de investigación de Últimas Noticias, el periódico con más circulación de Venezuela, ni en Europa ni en Estados Unidos se hacen idea de la cantidad y variedad de presiones que sufren los periodistas de su país. Calzadilla dimitió en señal de protesta después de que unos compradores anónimos se hiciesen con el control del periódico y el nuevo director exigiese unos cambios injustificados en un reportaje de investigación sobre las protestas contra el Gobierno. “Esta no es la censura de toda la vida, donde te ponen a un soldado en la puerta del periódico y agreden a los reporteros”, nos decía Calzadilla. “En vez de eso, compran el periódico, se querellan contra los periodistas y los llevan a juicio, escuchan a escondidas sus conversaciones y las emiten por la televisión estatal. Es la censura del siglo XXI”.
La nueva censura cuenta con muchos profesionales, y con métodos cada vez más refinados:
En Hungría, la Autoridad de Medios de Comunicación tiene la potestad de recoger información detallada sobre los periodistas y sobre la publicidad y los contenidos editoriales. El régimen del primer ministro Viktor Orbán recurre a multas, impuestos y la concesión de licencias para presionar a los medios críticos, y destina la publicidad estatal hacia rotativos que simpatizan con el Gobierno.
En Pakistán, la autoridad reguladora estatal suspendió la licencia de emisión de Geo TV, el canal más popular del país, después de que los servicios secretos presentasen contra la empresa una demanda por difamación, tras el asesinato de uno de los periodistas más famosos de la cadena. El canal se pasó 15 días sin poder emitir en junio de 2014. Los periodistas paquistaníes dicen que la autocensura y los sobornos son moneda corriente.
En Turquía, la legislación relativa a Internet confiere autoridad a la Dirección de Telecomunicaciones para eliminar cualquier web o contenido “a fin de salvaguardar la seguridad nacional y el orden público, así como para evitar un crimen”. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha sido criticado por encarcelar a docenas de periodistas y por usar investigaciones tributarias y multas elevadas como represalias por coberturas informativas críticas. Hace poco, el Gobierno bloqueó Twitter y otras redes sociales supuestamente en respuesta a un escándalo de corrupción en el que estaban implicados Erdogan y otros funcionarios de alto rango.
En Rusia, el presidente Vladímir Putin está reconfigurando el paisaje mediático a imagen y semejanza del Gobierno. En 2014, varios medios de comunicación fueron cerrados o cambiaron de línea editorial de un día para otro en respuesta a la presión gubernamental. Y al mismo tiempo que lanzaba sus propios canales informativos, el Gobierno aprobaba una ley que limitaba la inversión extranjera en medios rusos.
Tradicionalmente, la censura ha sido un ejercicio de copiar y pegar. Los funcionarios del Gobierno inspeccionaban el contenido de los periódicos, revistas, libros, películas o informativos y lo suprimían o alteraban de modo que solo la información considerada aceptable llegase a la ciudadanía. Para las dictaduras, la censura abría la puerta a cierres de medios y persecución de los periodistas rebeldes, que podían acabar en el exilio, la cárcel o muertos.
A principios de la década de los noventa, el periodismo llegó a Internet, y la censura lo siguió. Los filtros, los bloqueos y los ciberataques sustituyeron a las tijeras y la tinta negra. Algunos Gobiernos prohibieron el acceso a páginas web que no les gustaban y redirigieron a los usuarios a sitios que parecían independientes pero que, en realidad, estaban bajo su control. Infiltraron a funcionarios especializados en los foros y chats para influir en lo que allí se debatía. Y encargaron a piratas informáticos anónimos que destruyeran webs y blogs, y obstaculizaran la presencia en Internet de quienes los criticaban atacando o bloqueando sus páginas de Facebook o cuentas de Twitter.
Los activistas diestros en tecnología encontraron pronto formas de protegerse y eludir la censura digital. Durante algún tiempo, dio la impresión de que estaban ganando la batalla a burocracias gubernamentales centralizadas, jerárquicas y lentas. Pero los Gobiernos aprendieron rápido, sobre todo los más autoritarios. Muchos dejaron de ser meros espectadores de la revolución digital para convertirse en expertos en tecnologías que les permitieron monitorizar contenidos, controlar a activistas y a periodistas y dirigir el flujo de la información.
China es el país donde se ponen de manifiesto con mayor intensidad las contradicciones que ha generado la Red. La nación con más usuarios de Internet y con el crecimiento más veloz de la población conectada es también el mayor censor del mundo. De los 3.000 millones de internautas del mundo, el 22% vive en China (en EE UU, casi el 10%). Pekín ha creado lo que llama “el Gran Cortafuegos” para bloquear contenidos, incluidas las páginas de información extranjeras. Se calcula que dos millones de censores controlan Internet y la actividad de los usuarios. Sin embargo, el 76% de los chinos afirman sentirse libres de la vigilancia gubernamental, según una encuesta citada por la cadena británica BBC. Es el porcentaje más alto de los 17 países estudiados.
El motivo es que las autoridades chinas idean sistemas de censura más sutiles y difíciles de detectar por los ciudadanos. En Hong Kong, donde Pekín debe respetar la libertad de prensa por ley, han forzado el despido de redactores y columnistas críticos, han promovido la retirada de publicidad tanto estatal como privada, incluida la de algunas multinacionales, y han llevado a cabo ciberataques contra algunas webs. La Asociación de Periodistas de Hong Kong ha descrito el año 2014 como “el más oscuro para la libertad de prensa desde hace varias décadas”.
Las acciones de China ponen de manifiesto las nuevas opciones que tiene la censura: puede ser directa y visible, o indirecta y sigilosa. La censura furtiva puede conllevar la creación de entidades que parecen empresas privadas u organizaciones no gubernamentales que se presentan como miembros “de la sociedad civil”, pero que están controladas en realidad por el poder político. Y así, piratas informáticos de Rusia o China, por ejemplo, atacan las redes de los críticos —tanto en sus países como en el extranjero— de forma difusa, como activistas anónimos desperdigados por el mundo, cuando son aliados del régimen.
Las filtraciones de Snowden demuestran que cualquier Estado puede husmear en la vida de los ciudadanos
La censura furtiva atrae a los Gobiernos autoritarios que quieren parecer democráticos (o, al menos, no ser vistos como dictaduras a la vieja usanza).
En los regímenes pseudodemocráticos, el modo en que un Gobierno ejerce la censura suele reflejar la tensión existente entre la proyección de una imagen democrática y la supresión implacable de la disensión. Venezuela es un buen ejemplo. Este país de 30 millones de habitantes se ha convertido en un laboratorio de distintas formas de control del flujo de información. El modelo venezolano ofrece varios ingredientes sustanciosos: unos medios independientes valientes y batalladores, un establishment de la prensa que sirve a las élites, una revolución socialista que dice construir una democracia popular y una ciudadanía polarizada que es testigo de una guerra informativa casi permanente.
A medida que se ha ido agravando la crisis política y económica, el Estado y sus aliados parecen haber desenfundado una nueva arma: silenciar la información crítica mediante la adquisición secreta de algunas de las empresas privadas de comunicación más molestas para el Gobierno.
Al principio, las operaciones se asemejaban al cambio de guardia que se está produciendo en los grupos mediáticos tradicionales de todo el mundo. Afectaron a Últimas Noticias, el periódico más vendido, pero con más problemas económicos de Venezuela, y al rotativo más antiguo, El Universal. Pero con el tiempo, estas ventas se perfilan no como una consecuencia de las perturbaciones del mercado, sino como una intromisión política a través de compradores afines al Gobierno, dinero turbio y una red de empresas extranjeras, algunas de las cuales fueron creadas de un día para otro con el fin de ocultar la identidad de los nuevos propietarios.
Las estrategias legales empleadas en estas adquisiciones hacen que sea difícil seguirles la pista. No hay ninguna prueba que las conecte de forma directa con fondos gubernamentales. Pero las enormes irregularidades en las operaciones y los cambios posteriores en la línea editorial han convencido a los periodistas de que estos medios han perdido su independencia.
En el caso de Últimas Noticias y la cadena a la que pertenece, el comprador fue Latam Media Holding, una empresa fantasma creada en Curaçao menos de un mes antes de la adquisición. El precio, que no se hizo público en su momento, superó los 97 millones de dólares, una suma enorme en el contexto de la débil economía venezolana. Según los documentos que hemos examinado, dos días antes de la venta, una de las antiguas accionistas vendió su participación por 11 millones de dólares a un fondo de divisas latinoamericano de titularidad opaca, una transacción que se mantuvo en secreto. El mayor periódico del país cambió de manos y las preguntas sobre el origen de los fondos y la identidad de los propietarios obtuvieron el silencio por respuesta.
La intriga aumentó cuando trascendió que Latam Media Holding está controlada por Robert Hanson, un empresario británico sin experiencia en inversiones en medios de comunicación ni en Latinoamérica. Hanson es el hijo multimillonario del fallecido empresario industrial lord Hanson y figura habitual en la crónica social londinense (un “bribón sofisticado”, según una memorable descripción del periódico The Times). El empresario guarda silencio.
Los nuevos directores de Últimas Noticias aseguraron a la plantilla que las normas de calidad del periódico no cambiarían. Pero, al cabo de unas semanas, según relatan los periodistas, les pidieron que suavizasen los artículos críticos con el Gobierno o les presionaron para que directamente no los escribiesen, acusación que ha negado el actual director. Desde la compra, más de 50 redactores han dimitido.
Los periodistas y los directivos de los medios de comunicación de Venezuela están acostumbrados a que las autoridades los traten con dureza. El difunto presidente Hugo Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, han atacado a medios privados por apoyar a la oposición y los han acusado de desestabilizar el país. El Gobierno ha aprobado leyes que limitan la libertad de prensa, ha restringido el acceso a la información pública, ha impuesto multas y cargas tributarias a las empresas de comunicación, ha negado licencias de emisión, ha obligado a retirar programas de la parrilla y ha utilizado el control de divisas para provocar escasez de papel de periódico, que es importado. Al menos una docena de periódicos han cerrado por falta de suministros.
El Estado tiene un largo historial de acosos, detenciones y palizas a periodistas, que además están expuestos a continuas demandas por difamación. Los funcionarios suelen recurrir a los medios de comunicación estatales para vilipendiar a determinados periodistas o publicaciones. Los reporteros saben que corren un gran riesgo personal si escriben sobre la corrupción o sobre la escasez de productos básicos —desde papel higiénico a medicamentos o alimentos esenciales—. En un sondeo realizado por la rama venezolana del Instituto de Prensa y Sociedad, que defiende la libertad de prensa, el 42% de los periodistas consultados afirmó haber sido presionado por funcionarios de la Administración para cambiar un artículo.
La represión directa contra los medios le ha salido cara al Gobierno: ha provocado protestas en el país y condenas internacionales. Y nunca ha funcionado durante mucho tiempo.
Hasta hace poco, los venezolanos podían encontrar información potente sobre asuntos delicados como la salud de Chávez (murió de cáncer en 2013), las impactantes estadísticas sobre criminalidad (la segunda tasa de asesinatos más alta del mundo) y la gestión estatal del sector energético (incluidas las reservas de petróleo más grandes del mundo).
Pero las cosas cambian en la primera mitad de 2014, con los violentos enfrentamientos entre manifestantes y la policía. Unas protestas estudiantiles en respuesta a un crimen en un campus universitario se propagaron hasta convertirse en una auténtica crisis para Maduro. Cuando empezaron a multiplicarse los muertos y heridos, el Gobierno cerró NTN24, un canal de cable internacional que cubría la información. Bloqueó todas las imágenes en Twitter. Hubo periodistas, fotógrafos y operadores de cámara detenidos y golpeados. Los medios de comunicación estatales apenas informaban de la violencia y de los motivos que había tras las protestas. Particularmente sorprendente fue la débil cobertura en Globovisión, un canal de noticias de 24 horas. Unos meses antes había sido adquirido por una aseguradora supuestamente cercana al régimen de Maduro. Había sido la última cadena de televisión crítica con el Gobierno.
En Últimas Noticias, el equipo de investigación dirigido por Tamoa Calzadilla consiguió una gran primicia: un vídeo que mostraba a policías y agentes de paisano disparando a un grupo de manifestantes que huían y matando a uno de ellos. A pesar de que el diario acababa de cambiar de manos, Calzadilla y su equipo publicaron el vídeo en Internet. Su reportaje condujo a las primeras detenciones de miembros de las fuerzas de seguridad. Pero poco tiempo después, el presidente del grupo propietario del periódico dimitió y fue sustituido por un aliado del partido en el Gobierno.
Al mes siguiente, Calzadilla presentó al nuevo director un reportaje sobre los manifestantes y la policía preparándose para los enfrentamientos en Caracas. Cuenta que se negó a emitirlo a menos que dijera que los manifestantes estaban financiados por Estados Unidos (no había pruebas de ello). En vez de hacerlo, Calzadilla dimitió y, antes de salir del edificio, tuiteó la frase: “El periodismo primero”.
Si la adquisición de Últimas Noticias fue un misterio, la compra de El Universal en julio de 2014 tuvo elementos propios de una farsa. Sus propietarios (a quienes Maduro había descrito en televisión como “oligarquía rancia”) anunciaron la venta del rotativo, con 106 años de antigüedad, un mes después de que remitieran las protestas. El comprador fue una empresa de inversiones española fundada un año antes con un capital de unos 4.000 dólares (3.500 euros). Según los documentos publicados por el bloguero Alek Boyd, el único accionista de la empresa española era una firma registrada en Panamá llamada Tecnobreaks, Inc. Pero cuando Boyd se puso en contacto con los fundadores de Tecnobreaks se encontró con un padre y un hijo venezolanos que aparentemente se dedicaban a la reparación de coches. Le dijeron que no sabían nada de la venta y que ellos no eran gente de dinero.Hoy sigue siendo un misterio quién está detrás de la compra de El Universal o cuánto se pagó por él (se calcula que entre 20 y 100 millones de dólares). El cambio de propiedad tuvo un claro efecto sobre el día a día de la redacción. Durante el mes siguiente a la venta, al menos 26 periodistas dijeron haber sido despedidos por informar de manera crítica. A Rayma Suprani, una popular dibujante, la despidieron por una viñeta en la que se burlaba de la famosa firma de Chávez, que se iba empequeñeciendo hasta convertirse en una línea recta que representaba la muerte de la sanidad en Venezuela. “No sabemos quién compró El Universal ni quién paga los salarios”, declaraba a CNN en español tras su despido. “Pero ahora sabemos que les molesta una línea editorial crítica. Así que podemos suponer que no fue un hombre invisible, sino el Gobierno, quien se apoderó del periódico”.
Suprani publica ahora sus viñetas en Twitter, donde tiene más de medio millón de seguidores. Muchos de los periodistas con más iniciativa de Venezuela se han pasado a Internet. Tamoa Calzadilla es directora de investigación para Runrun.es, un portal de noticias independiente con reporteros en Caracas, donde, según nos decía, “están haciendo el periodismo que hace falta”. Pero aunque el uso de Internet está en rápido crecimiento en Venezuela, menos de la mitad de la población tiene acceso a la Red. En un país partido en dos por la política, la mayoría de los venezolanos solo se entera de la mitad de la historia.
A pesar de la crisis económica, el Gobierno está invirtiendo grandes cantidades en la construcción de su propio imperio mediático. La cadena de televisión estatal TeleSur se ha convertido en el mayor canal de noticias de 24 horas de Latinoamérica. Fundada por Chávez “para liderar y fomentar la unificación de los pueblos del sur”, ahora da trabajo a 800 periodistas. La empresa marcó un hito el año pasado con la presentación de una web y un informativo en inglés, que publicitó en un anuncio a toda página en The New Yorker.
Por un momento, durante la primavera árabe, en 2011, parecía que las redes sociales estaban confiriendo a los activistas defensores de la democracia cierta ventaja frente a regímenes atrincherados. Es célebre la anécdota de que, mientras los manifestantes celebraban sus triunfos en Egipto, el ejecutivo de Google Wael Ghonim le dijo al veterano periodista Wolf Blitzer: “Si quieres liberar a un pueblo, dale Internet”. Aunque la compleja dinámica del levantamiento iba mucho más allá de la revolución de Facebook, la expresión reflejaba el sentimiento de que algo importante había cambiado.
Cuatro años después, la libertad de los medios en Egipto se ve sometida a un devastador ataque. Decenas de periodistas han sido encarcelados, según el Comité para la Protección de los Periodistas. Amnistía Internacional informó durante el pasado verano que tenía unos documentos que probaban la existencia de un programa gubernamental para crear un sistema de espionaje y supervisar qué pasaba en Facebook, Twitter, WhatsApp y otras redes sociales. Podría ser un eslogan para la contrarrevolución de Facebook: para otorgarle poder a un Gobierno, dale Internet.
Las filtraciones de Edward Snowden han dejado claro que Internet es una herramienta con la que cualquier Gobierno, con los medios necesarios, puede husmear en las vidas de los ciudadanos, incluidos los periodistas. Es cuestionable que el espionaje realizado por Estados Unidos o Reino Unido en sus territorios se pueda considerar censura. Pero las autorizaciones del Gobierno de Obama para pinchar los teléfonos de periodistas y la persecución judicial de las filtraciones han tenido un efecto intimidatorio muy bien documentado en la información sobre seguridad nacional. Que un Estado lleve a cabo rastreos electrónicos hace que ningún periodista que informe sobre asuntos secretos pueda, en conciencia, garantizar el anonimato a sus fuentes.
Estas políticas de seguridad nacional sitúan a EE UU y otras democracias consolidadas en el mismo debate que aquellos países, como Rusia, que ven Internet como una amenaza y una herramienta de control. La mayoría de estos países no han intentado esconderse ante las acusaciones de que utilizan Internet para llevar a cabo operaciones de vigilancia. En cambio, Rusia, India, Australia y otros han aprobado unas normas sobre seguridad que convierten esa práctica en ley.
Los periodistas temen, con razón, verse encerrados en esta trampa electrónica. Con frecuencia, son su objetivo. China ha pirateado las cuentas de correo electrónico de algunos periodistas extranjeros, se supone que para rastrear sus fuentes e introducirse en los servidores de los grandes periódicos norteamericanos. La Agencia Nacional de Seguridad (NSA, en inglés) de Estados Unidos penetró en la red de Al Jazeera. El Gobierno colombiano espió las comunicaciones de periodistas extranjeros que cubrían las conversaciones de paz con la guerrilla. El Organismo de Seguridad de Redes de Información de Etiopía ha seguido la pista a periodistas en Estados Unidos. Bielorrusia, Rusia, Arabia Saudí y Sudán controlan de manera rutinaria las comunicaciones de los periodistas, según Reporteros Sin Fronteras.
Joel Simon, director ejecutivo del Comité para la Protección de los Periodistas, describe las siniestras consecuencias de la vigilancia en su último libro, The New Censorship (La nueva censura).
Los Estados no son los únicos que emplean estas técnicas. En México, los carteles de la droga llevan a cabo operaciones monstruosas en Internet para intimidar a sus rivales, al Gobierno y a los ciudadanos. Los narcotraficantes han silenciado con brutalidad los intentos de informar anónimamente sobre sus actividades en las redes sociales. En octubre de 2014, varios sicarios secuestraron a una “periodista ciudadana”, María del Rosario Fuentes Rubio, y publicaron imágenes de su cadáver en su cuenta de Twitter.
En Rusia, y el resto del mundo, se repite un patrón: el Estado presiona a los medios de comunicación independientes para que migren a Internet, donde deben reconstruir su público y donde el Gobierno es un poderoso arrendatario, o incluso terrateniente. Si los medios independientes se vuelven demasiado grandes en la Red, como el popular portal ruso de noticias Lenta.ru, puede suceder que sus directores sean despedidos de repente, la línea editorial cambie y el portal se venga abajo.
Una tendencia inquietante es la unión de varios Gobiernos con el objetivo de construir un Internet más fácil de controlar. China ha asesorado a Irán sobre cómo crear su propio Internet halal [una especie de intranet nacional gigante]. Pekín también ha estado compartiendo sus conocimientos con Zambia para bloquear contenidos clave de Internet, según Reporteros Sin Fronteras. Empresas de vigilancia privadas ofrecen sus servicios a los países que quieren mejorar sus programas de descifrado.
Si con eso no basta, algunos Gobiernos siguen contando con que la autocensura haga su trabajo. El pasado octubre, tras un mortífero ataque contra el Ejército perpetrado por militantes islámicos, los máximos responsables de más de una docena de periódicos egipcios se comprometieron a no publicar las críticas contra el Gobierno y bloquear “los intentos de cuestionar a las instituciones estatales o insultar al Ejército, la policía o la judicatura”. Los propietarios de la cadena de televisión Al Nahar añadieron: “La libertad de expresión nunca puede justificar que se mine la moral del Ejército egipcio”.
Por cada Gobierno que consigue controlar la información o reprimir a periodistas, hay ejemplos de ciudadanos audaces que han encontrado fórmulas para eludir o socavar los controles oficiales. O simplemente están dispuestos a correr el riesgo de oponerse a un Gobierno que afirma ser el único que tiene autoridad para escribir la historia. Esta lucha de poder dista mucho de haber terminado, y su desenlace variará de un país a otro y con el tiempo. La innovación tecnológica creará nuevas opciones que permitirán a individuos y organizaciones contrarrestar la censura gubernamental, aun cuando los Gobiernos recurran a técnicas que incrementen su capacidad de censura.
Las presiones sobre los Gobiernos para que sean transparentes, rindan cuentas, den acceso a la información pública y favorezcan la participación de la opinión pública no van a desaparecer. Los Estados autocráticos se enfrentan a ciudadanos más conscientes e inquietos desde el punto de vista político, y más difíciles de silenciar. Ucrania ha demostrado que una población harta puede derrocar a un presidente autócrata, aunque este cuente con el apoyo de la vecina Rusia. En Hong Kong, como vimos el pasado otoño, un grupo de activistas sin líderes ha plantado cara al inmenso poder de China.
Pero los Estados siguen teniendo una extraordinaria capacidad para alterar el flujo de la información y adaptarlo a sus intereses. Desde Rusia hasta Bolivia, pasando por Turquía y Hungría, los gobernantes están colocando a sus partidarios en los tribunales supremos y la judicatura, y debilitando unas instituciones cuya razón de ser es evitar la concentración del poder. En este contexto político, los medios independientes no pueden sobrevivir mucho tiempo.
Internet puede redistribuir el poder. Pero resulta ingenuo suponer que existe una solución tecnológica sencilla para aquellos Gobiernos y dirigentes que están decididos a concentrar el poder y dispuestos a hacer lo que sea por conservarlo. La censura crecerá y disminuirá a medida que la innovación tecnológica y el deseo de libertad choquen contra unos Gobiernos empeñados en controlar a sus ciudadanos, empezando por lo que leen, ven y escuchan.
Philip Bennett es director del Centro DeWitt Wallace para los Medios de Comunicación y la Democracia, y catedrático de la Escuela Sanford de Políticas Públicas de la Universidad Duke. Fue director general de The Washington Post yFrontline. Moisés Naím es miembro distinguido de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional, columnista y colabora como redactor con The Atlantic. Eduardo Marenco ha colaborado en este artículo como investigador.
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