25 de abril de 2017

“La pérdida de referencias lleva a los adolescentes a conductas de riesgo”



El antropólogo David Le Breton explica por qué los jóvenes se automutilan, dejan de comer, beben hasta el coma o se enrolan en ejércitos lejanos



David Le Breton
David Le Breton




Es el antropólogo de la carne del hombre. El que ha reflexionado sobre el cuerpo, sus herencias y sus deudas, sobre su construcción social, la expresión de la sensorialidad y la culturalidad de las emociones. David Le Breton descree, ante todo, de la disociación que hacemos en nuestra civilización: “Ver el cuerpo es despersonalizar a alguien”. Hay, desde su punto de vista, un menosprecio por el cuerpo en nuestras tradiciones religiosas, sin ir más lejos, en la tradición cristiana (“aunque Cristo come, ama y bebe”), y hay un desprecio hacia el cuerpo también en el transhumanismo de los cíborgs; otra vez, una tecnología que solo servirá para reponer funcionalidades en las sociedades ricas.
No es un representante de las élites francesas. Creció en un hogar obrero, en los suburbios de París, y por eso también descree de algunos postulados teóricos de la izquierda de barrios acomodados y, en cambio, cita al poeta peruano Manuel Scorza, cultor del indigenismo, o comenta las ceremonias umbandas. Se opone a los neoagnósticos que ven en el cuerpo un obstáculo, y habla de algo más espiritual, como la evocación del universo en la representación de la carne. Sugiere que la medicina actual es heredera antes de la historia de la anatomía renacentista que de la filosofía. Insiste Le Breton en que no es gracias a la medicina que vivimos más, sino por los buenos hábitos de higiene y alimentación adquiridos. Lo hace a su paso por Rabat el pasado enero, invitado por el Institut Universitaire de la Recherche Scientifique de la Universidad Mohammed V de la capital marroquí, y en el marco de un ciclo de debates sobre las políticas del cuerpo y la dimensión antropológica del dolor.
Le Breton es autor de varios libros (Antropología del cuerpo y modernidadAntropología de las emociones y Antropología del dolor, entre otros), y actualmente investigador de la Universidad de Estrasburgo, pero ha pasado buena parte de su vida trabajando sobre los malentendidos culturales, con emigrantes, en hospitales, o viajando por Brasil cuando él mismo se sentía incómodo en su propia piel. Quizá de entonces le venga esta necesidad de estudiar las maneras de sufrir de los jóvenes a partir de esa “culpabilidad del superviviente” o de la “sensación de traición hacia las tradiciones de sus padres” que a algunos los lleva a apasionarse con el peligro. Estudia, desde hace varias décadas, las conductas de riesgo de los adolescentes de todo el mundo y las enumera.
Le preguntamos si hay un signo de época en las conductas de riesgo sobre las que cada día leemos algo en los diarios, ya sea el chico que se lanza del balcón del séptimo piso a la piscina o el que se bebe una botella entera de tequila de un solo trago y muere, o la adolescente que se enrola en el Estado Islámico, o el compañero tímido que asesina a parte de su promoción del instituto. Son episodios que se dan en casi todas las sociedades, ricas y pobres, y la única línea divisoria es la edad de sus protagonistas y víctimas, que tratan de “reintroducir la aventura, la exaltación y la intensidad del ser a la vida” aunque muchos queden en el camino.

“Los jóvenes tratan de reintroducir la aventura, la exaltación y la intensidad a la vida”

“Las conductas de riesgo aparecieron en la sociedad a partir de los años setenta y han experimentado una explosión en los últimos años. Podemos trazar un recorrido de cada una de ellas. Por ejemplo, los problemas alimentarios: la anorexia aparece en EE UU a mediados de la década de los setenta y se desarrolla y gana el mundo europeo. Antes, esos casos eran rarísimos”, explica Le Breton. A propósito, la socióloga feminista norteamericana Gail Dines advertía, un tiempo atrás, que hay que estar atentos a lo que pasa en EE UU, "porque todo llegará al resto del mundo, antes o después”.
“Las matanzas escolares —de adolescentes que matan a otros adolescentes en el instituto o en la universidad— se empiezan a producir en los años noventa. Que alguien matara a otra persona en la calle era algo conocido, pero no hubo estos asesinatos colectivos provocados por chicos de 14 o 15 años hasta mediados de esa década, y ahora han invadido el mundo entero (en Europa, pero también en América Latina)”, esboza el antropólogo.
Sobre las pautas toxicómanas, Le Breton afirma que la toxicomanía como fenómeno social apareció en los setenta, ya que, con anterioridad a esa época, “los drogadictos eran gente mayor con problemas mentales, o que se había hecho dependiente después de una enfermedad (de la heroína, por ejemplo)”. Con la cultura jipi “hay una fascinación por la droga que hace surgir y expande las conductas toxicómanas entre las generaciones jóvenes”.
La escarificación, que consiste en hacerse incisiones en la piel con fines estéticos, era una técnica utilizada por algunas tribus africanas o americanas, pero se ha expandido entre los jóvenes urbanos occidentales a finales de los años noventa, según el antropólogo: “Estar mal en la propia piel es algo que se desarrolla vertiginosamente en esta época”. El sociólogo diferencia claramente este tipo de auto mutilación de lo que tiene que ver con tatuajes y piercings: “estos, en todo caso, son fenómenos asociados al descubrimiento del cuerpo en esta sociedad de la apariencia y de la imagen”.
Llega el turno de una moda extendida en Europa: la alcoholización extrema, sin más objetivo que la inconsciencia: “Los adolescentes que beben no lo hacen por la ebriedad sino por caer en coma etílico lo más rápido posible. No es una alcoholización festiva con los amigos sino beber a toda velocidad para desaparecer de la faz de la tierra”.
La penúltima forma del riesgo que menciona son los hikikomori,“esos jóvenes japoneses —chicos sobre todo; hay pocas chicas— que viven encerrados en su habitación sin salir por meses o años, y a los que los padres alimentan acercándoles el plato a través de la puerta. Existen en las redes sociales, detrás del ordenador, pero tienen terror al mundo real, a las relaciones cara a cara, cuerpo a cuerpo. Son como monjes posmodernos”, describe el investigador.
“Y la última es el islamismo radical. Son chicos de 16 o 17 años que se van a degollar infieles o a hacerse explotar en París o donde sea. Se trata también de ritos de virilidad, notablemente en Daesh, donde el poder lo tienen los hombres”, señala.
Todo esto apunta, según el investigador, a que “hay una historicidad en las conductas de riesgo, que no quiere decir que los adolescentes estuvieran bien en su piel antes de los setenta, pero globalmente esto iba mejor en los años cincuenta o sesenta los chicos encontraban un lugar en el mundo”.
“Desde el punto de vista de la salud pública, la emergencia de las conductas de riesgo es un fenómeno moderno —sostiene Le Breton— ¿Por qué? Por un lado, hay una individualización de nuestra sociedad: por largo tiempo, uno ha pertenecido a una cultura de clase y ha sido asumido por esa sociedad que brindaba los valores y la orientación. En el mundo contemporáneo, cada uno está librado a sí mismo: hay que inventar el propio camino y decidir permanentemente nuestros valores. La individuación de la juventud se traduce, para muchos de ellos, en el acercamiento al riesgo (en Francia, se estima que son entre el 15% y el 20% de los jóvenes y encontramos las mismas cifras en América del Sur, en África o en Corea, por ejemplo). Es una minoría, pero un 15% de un segmento poblacional es bastante considerable. En Estados Unidos, al problema se agrega el que las armas son de venta libre. En Japón, hay muchísimos más suicidios. Es decir, con especificidades locales, el hecho es que globalmente hay grandes dificultades para entrar en la vida”.
Le Breton habla de la “individuación de sentido” como causa político-social, y también de la “desinstitucionalización, especialmente de la familia: hoy la estabilidad de la pareja parental es muy precaria, y los hijos suelen quedar tironeados entre los dos padres. Uno no crece más con los padres, se acaban las referencias, y esto contribuye a fragilizar la relación del niño con el mundo”. Ante la repregunta, el sociólogo se apura a explicar: “No es una crítica a la liberalización de la mujer, porque si los padres saben encontrar los momentos para dialogar con sus hijos, no hay problemas”.

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