3 de janeiro de 2017

TRIBUNA Escolaridad, democracia y ciudadanía ¿una relación fallida?

Lo que antes se daba por sentado, que con solo escolarizar mejora la calidad de la ciudadanía, ahora tiene que ser abordado tomando en cuenta otros factores


Los resultados del Brexit, el plebiscito en Colombia, el avance del Frente Nacional en Francia o la victoria de Trump, han introducido en la discusión pública serias dudas sobre la relación que existe entre los niveles de escolaridad, la emergencia de una ciudadanía de alta intensidad y los grados de participación política y cívica, y que puede resumirse de la siguiente manera: el pensamiento convencional decía que, como regla general, una sociedad, mientras más educada, toma decisiones más sensatas y racionales. Pero a juzgar por lo visto en 2016, en países y culturas muy distintas, esto dejó de ser cierto o, por lo menos, automático. ¿Por qué?
En agosto pasado, por ejemplo, la UNESCO presentó el Informe de Seguimiento de la Educación en el Mundo 2016 (Informe GEM) que mide la velocidad a la que todos los países se están acercando, o no, al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, en especial el que identifica a la educación, además de bien público en sí mismo, como precondición para alcanzar, según sugiere Jeffrey D. Sachs, que asesoró el estudio, una democracia de calidad, un alto capital social o una vida política robusta. La realidad sin embargo, habría dicho Talleyrand, parece sugerir que el encanto de aquel mundo donde todo estaba en su sitio, no existe más.
El Informe GEM pretende inferir en qué medida los años de escolaridad arrojarían otro tipo de satisfactores sociales y políticos y predecir los vínculos entre la educación y la equidad, la democracia, la participación o el crecimiento, entre otras variables. Pero hay por lo menos dos aspectos en los que esas relaciones pueden estar resultando fallidas.
El primero tiene que ver con la verdadera contribución de la educación al crecimiento. Por un lado, como principio general parece cierto, pero llama la atención la creciente distancia que hay entre el mundo de la educación superior tradicional y el de la innovación económica y el empleo; dicho de otra forma: ya no basta con la adquisición de una determinada calificación o un título universitario para insertarse eficazmente en el mercado laboral. Por ejemplo, en América Latina si bien la tasa de matrícula en educación terciaria está alrededor del 45% (Banco Mundial), se empieza a producir eso que se llama "devaluación educativa", que consiste en la pérdida de importancia de ciertos grados académicos cuando se expande la cobertura y se generaliza su obtención, lo que significa que las personas deben cursar más años de estudios formales para acceder a ocupaciones crecientemente mediocres o para alcanzar salarios similares a los que la generación precedente tenía con menos escolarización.
Pero, por otro, algunos análisis para los casos de Argentina, Brasil, Chile y México, indican que el incremento de la matrícula universitaria parece haber tenido poco impacto (cuando no nulo) en el crecimiento del PIB entre 1970 y 2012. En el caso de México, desde mediados del siglo XX la oferta de educación superior se duplica cada 9 años y la matrícula aumentó 145 veces desde 1950; no obstante, el crecimiento promedio del PIB ha sido de 2.2% anual en las últimas tres décadas.
En suma, contra la suposición habitual que repite la UNESCO, el reto ya no es solo que más personas alcancen educación superior sino más bien en qué especialidades, de qué instituciones o qué tan vinculada está esa educación a las nuevas exigencias de la economía. No es que el aumento de la matrícula no contribuya al crecimiento económico sino que esta relación ahora depende de factores mucho más sofisticados.
El segundo aspecto es en torno a la afirmación del Informe GEM de que la educación es el motor central de la participación política y la democracia. Tampoco esta correlación parece ser ya automática. Por ejemplo, en diversos países de América Latina —Argentina, Chile o México— los años de escolaridad han ido en aumento pero esto no se ha traducido en niveles mayores de participación político-electoral, de valoración democrática o de cultura cívica. La encuesta Latinobarómetro reportó que el apoyo a la democracia no mejora sustancialmente en la región: en 2016 alcanzó apenas un discreto 54%, porcentaje nueve puntos más bajo que hace 21 años cuando empezaron estos estudios y cuando en varias partes la normalidad democrática no era el común denominador.
Pero aún en países con escolaridad alta también hay declive o bien, en otros, una grave distorsión de la noción clásica de democracia. El caso más problemático es Venezuela, que con apenas 6.2 años de escolaridad registra, surrealismo puro, un porcentaje de apoyo a la "democracia" del 77%. En Brasil, los escándalos de corrupción y la decapitación de Dilma Roussef, llevaron a que, pese a contar con 7.2 años de escolaridad, apenas el 32% de la población respalde la democracia. En cambio, en Perú, Chile y México que tienen entre 9.2 y 10 grados de escolaridad, el apoyo a esa forma de gobierno alcanza tan solo 53%, 54% y 48%, respectivamente. Y en Estados Unidos, parece revivir el escepticismo de Tocqueville: de los graduados universitarios que votaron el ocho de noviembre, 45% lo hizo por Trump (49% por Clinton) y de quienes tienen un posgrado el 37% hizo lo mismo frente al 58% que prefirió a la candidata demócrata.
Tampoco está tan claro, como cree la UNESCO, que la educación impulse mecánicamente la participación. Un ejemplo es México, donde un estudio reciente (INE-El Colegio de México) sobre calidad de la ciudadanía muestra que, después del 2000, año en que concluyó la larga hegemonía del PRI, la abstención electoral ha oscilado entre 40% y 50%, lo que contrasta con las elecciones presidenciales de 1994 cuando la tasa de participación fue de 76%, sin haber vuelto a estos niveles tras la alternancia a pesar de que sí ha habido aumentos en el promedio de escolaridad. Lo mismo pasa en otras partes: un estudio de The Economist (16-05-2016) calculó que los referendos celebrados en Europa, donde las años de escolaridad son los más altos en el mundo, tenían en los años 90 una participación de 71%, pero en el último lustro ha sido de 41%.
El informe UNESCO también considera que "la educación hace más probable que los ciudadanos descontentos encaucen sus inquietudes a través de movimientos no violentos como protestas, boicots, huelgas, etc.". Tampoco parece ser el caso, al menos en México. El mismo estudio del INE reporta que es bajísimo el porcentaje de quienes concurren a actividades políticas no electorales: solo 11% y, peor aún, entre este reducido universo es más elevada la participación de quienes tienen solo secundaria completa (24.5%) que de los graduados universitarios, que es de 14%.
Las razones de este fenómeno que mezcla el descontento, la desilusión y la pasividad como expresión cívica son sin duda variadas e incluso contradictorias (desigualdad, bajo crecimiento, desempleo, oposición a la globalización, pérdida de control, odio a los políticos, etc.) pero lo cierto es que ha creado condiciones de irracionalidad muy peligrosas donde el ciudadano, como dice Daniel Innerarity, más que elegir, deselige: "hay mucho más rechazo que proyecto... no se vota para solucionar sino para expresar un malestar. Y, en lógica correspondencia, son elegidos quienes prefieren encabezar las protestas contra los problemas que ponerse a trabajar por arreglarlos. Por eso la competencia o incompetencia de los candidatos es un argumento tan débil. Lo decisivo es representar el malestar mejor que otros".
En cualquier escenario, lo que antes se daba por sentado, que con solo escolarizar mejora la calidad de la ciudadanía, la democracia y la política, ahora tiene que ser abordado tomando en cuenta otros factores sicológicos, mediáticos, sociales y culturales sin cuya comprensión fina será imposible construir una vida pública razonablemente coherente e inteligente.

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