El equilibrio de poder está empezando a cambiar. Aparece una generación que rechaza una visión del mundo definida por los atentados del 11 de septiembre de 2001. Se atisba una política que se aparta del miedo en favor de la razón
Hoy hace exactamente dos años, en una habitación de un hotel de la ciudad de Hong Kong, tres periodistas y yo trabajábamos con nervios mientras esperábamos para comprobar la reacción del mundo ante la revelación de que la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, en sus siglas en inglés) mantenía registros de casi todas las llamadas telefónicas realizadas en Estados Unidos. En los días siguientes, aquellos periodistas y otros publicaron documentos que revelaban que Gobiernos democráticos vigilaban las actividades privadas de ciudadanos corrientes que no habían hecho nada malo.
En cuestión de días, el Gobierno de Estados Unidos respondió presentando cargos en mi contra al amparo de leyes sobre el espionaje de la época de la Primera Guerra Mundial. Los periodistas fueron informados por sus abogados de que ellos también corrían el riesgo de ser detenidos o de recibir una citación si regresaban a Estados Unidos. Los políticos se apresuraron a condenar nuestros esfuerzos, por antiamericanos, e incluso por traidores.
En mi fuero interno, hubo momentos en que me preocupó la posibilidad de que hubiéramos puesto en peligro nuestras vidas privilegiadas para nada, de que la opinión pública reaccionara con indiferencia, o adoptara una actitud de cinismo ante las revelaciones.
Nunca he dado bastante las gracias por estar tan equivocado.
Y es que dos años después, la diferencia es profunda. En un solo mes, los tribunales estadounidenses declararon ilegal el programa invasivo de seguimiento de llamadas telefónicas de la Agencia Nacional de Seguridad y el Congreso lo desautorizó. Tras una investigación realizada por la Casa Blanca, que concluyó que este programa nunca había detenido ni un solo ataque terrorista, hasta el presidente, que llegó a defender su razón de ser y criticó que fuera revelado, ha ordenado ahora su cierre.
Este es el poder de una opinión pública bien informada.
Poner fin a la vigilancia masiva de las llamadas telefónicas privadas en aplicación de la Ley Patriótica (Patriot Act) estadounidense es una victoria histórica para los derechos de todos los ciudadanos, pero solo es el último fruto de un cambio en la toma de conciencia global. Desde 2013, instituciones de toda Europa han declarado ilegales otras leyes y operaciones semejantes y han impuesto nuevas restricciones a futuras actividades. Naciones Unidas proclamó que la vigilancia masiva constituía una violación de los derechos humanos sin paliativos. En América Latina, los esfuerzos de ciudadanos de Brasil dieron lugar al Marco Civil, primera Declaración de los Derechos en Internet en todo el mundo. Reconociendo el decisivo papel que desempeña una población bien informada a la hora de corregir los excesos del Gobierno, el Consejo de Europa pidió la promulgación de nuevas leyes que impidan la persecución de aquellos que denuncian irregularidades.
Más allá de las fronteras de la ley, los progresos se han producido con mayor rapidez si cabe. Los técnicos han trabajado de modo incansable para rediseñar la seguridad de los dispositivos que nos rodean, junto con el propio lenguaje de Internet. Se han detectado y corregido deficiencias secretas en infraestructuras críticas que los Gobiernos han aprovechado para facilitar la vigilancia masiva. Salvaguardias técnicas básicas como la encriptación —antes considerada esotérica e innecesaria— están habilitadas ahora por defecto en los productos de empresas pioneras como Apple, lo que garantiza que, aun en el caso de que suframos el robo del teléfono, nuestra vida privada sigue siendo privada. Estos cambios estructurales de carácter tecnológico pueden garantizar el acceso a privacidades básicas más allá de las fronteras, aislando a los ciudadanos corrientes de la aprobación arbitraria de leyes contra la privacidad, como las que ahora se abaten sobre Rusia.
Aunque hemos recorrido un largo camino, el derecho a la privacidad —fundamento de las libertades consagradas en la Carta de Derechos de Estados Unidos— sigue estando bajo amenaza por parte de otros programas y autoridades. Algunos de los servicios en línea más populares del mundo han sido reclutados como colaboradores en los programas de vigilancia masiva de la Agencia Nacional de Seguridad, y las empresas de tecnología reciben presiones de Gobiernos de todo el mundo para que trabajen en contra de sus clientes en vez de hacerlo en su favor. Se siguen interceptando miles de millones de registros de localización y comunicaciones de teléfonos móviles por orden de otras autoridades, sin tener en cuenta la culpabilidad o inocencia de los afectados.
Nos hemos enterado de que nuestro Gobierno debilita de forma intencionada la seguridad fundamental de Internet con “puertas traseras” que transforman las vidas privadas en libros abiertos. Se siguen interceptando y vigilando metadatos que revelan las asociaciones personales y los intereses de usuarios corrientes de Internet en una escala sin precedentes en la historia: mientras usted lee estas líneas, el Gobierno de Estados Unidos está tomando nota.
Fuera de Estados Unidos, responsables de espionaje de Australia, Canadá y Francia han aprovechado tragedias recientes para tratar de obtener nuevos poderes intrusivos, a pesar de los abrumadores indicios de que tales autoridades no habrían impedido en modo alguno los ataques. El primer ministro británico, David Cameron, reflexionó recientemente: “¿Queremos permitir que exista un medio de comunicación entre la gente que ni siquiera podemos leer?”. No tardó en encontrar él mismo la respuesta, y proclamó que “durante demasiado tiempo hemos sido una sociedad pasivamente tolerante, en la que decíamos a nuestros ciudadanos: siempre que acates la ley, te dejamos en paz”. Al comenzar el nuevo milenio, pocos imaginaban que los ciudadanos de las democracias desarrolladas no tardarían en verse en la necesidad de defender el concepto de sociedad abierta contra sus propios dirigentes.
Pero el equilibrio de poder está empezando a cambiar. Estamos presenciando la aparición de una generación posterior al terror, una generación que rechaza una visión del mundo definida por una tragedia singular. Por primera vez desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, vemos atisbos de una política que se aparta de la reacción y el miedo en favor de la resiliencia y la razón. Con cada victoria en los tribunales, con cada cambio en la ley, estamos demostrando que los hechos son más convincentes que el miedo. Y, como sociedad, estamos descubriendo de nuevo que el valor de un derecho no reside en lo que esconde, sino en lo que protege.
Edward Snowden fue analista de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) de Estados Unidos.
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