NUEVA YORK, 26 de noviembre, 2011
¿Es posible representar en un escenario la espantosa carnicería de la Primera Guerra Mundial, con sus veinte millones de muertos, sus soldados asfixiados por los gases de mostaza en trincheras llenas de barro, sapos y ratas, y los pueblos, aldeas y familias destruidos por los obuses, incendios y el odio vesánico de los contendientes?
Es perfectamente posible, a condición de contar con el talento artístico y la infraestructura dramática indispensables. La prueba de ello es War Horse ( Caballo de guerra ), el gran éxito de esta temporada teatral en Nueva York, que presenta cada noche ante auditorios compactos y delirantes el Vivian Beaumont del Lincoln Center Theater.
La obra está basada en la novela del mismo nombre de Michael Morpurgo, un escritor inglés de origen belga, conocido hasta ahora sobre todo por sus libros de cuentos para niños. Fue adaptada al teatro por Nick Stafford y se estrenó y dio en Londres en el National Theatre con éxito semejante al que luego ha alcanzado en los Estados Unidos.
El entusiasmo de los espectadores está más que justificado: War Horse es un espectáculo extraordinario que mantiene en estado de trance a su público las dos horas y media que dura, sumergiéndolo en los horrores de aquella contienda, en la que participaron dos docenas de países y que cambió la faz de Europa. Las escenas se suceden a ritmo de vértigo, cada una más sorprendente y atrevida que la anterior, y es difícil decidir qué es más digno de aplauso en lo que vemos, si la destreza y perfecta interacción de las masas de actores (que parecen multiplicarse como células cancerosas en sus acrobáticas evoluciones) o el llamativo despliegue de la tecnología en los decorados, las luces, el vestuario y la música. La historia circula por ambientes diversos, del frente de batalla y los combatientes a la retaguardia civil, de hogares deshechos, muchedumbres de desplazados, pueblos desiertos, sobrevivientes hambrientos y nubes de huérfanos.
Un gran espectáculo no tiene por qué ser al mismo tiempo una gran obra de teatro y Caballo de guerra no lo es. Nunca traspasa la superficie de la guerra y sus estragos, no hay en ella personajes individuales que descuellen ni un conflicto en el que se trasluzcan los temas neurálgicos de la condición humana, aquellos sótanos enigmáticos de la existencia cotidiana de hombres y mujeres. Sus actores son grupos gregarios, estereotipos, símbolos, figuras sin alma, comparsas, dotados todos ellos, eso sí, de una notable capacidad mutante, danzarines y acróbatas a la vez que comediantes, que se desdoblan y triplican y encarnan, cada uno, dos, tres, diez papeles diferentes, en ese carrusel desbocado que parece el tiempo en esta historia.
No podría ser de otra manera, pues los personajes centrales de la obra no son seres humanos, sino los caballos, en especial un noble cuadrúpedo llamado Joey por sus amos, cuya peripecia vital seguimos desde que es un joven potrillo arisco y caprichoso, simpático y querible, hasta que, años más tarde, hecho una ruina física pero indoblegable en su voluntad de vivir, retorna a la campiña de suaves colinas de Dover en la que se crió, luego de haber sobrevivido milagrosamente a los atroces cuatro años de guerra que padeció casi siempre en los lugares de mayor peligro.
No conozco la novela de Michael Morpurgo en que está basada la obra, pero no hay duda que es ingeniosa y audaz la perspectiva que eligió su autor para presentar este alucinante documental sobre las atrocidades de la Gran Guerra: la mirada de un caballo. Fue la última conflagración en la que los caballos participaron de manera masiva. Murieron unos ocho millones de ellos, arrastrando cañones y ambulancias, llevando y trayendo tropas, alimentos, heridos y cadáveres, o en cargas disparatadas de los regimientos montados en las que terminaban enredados y desangrándose en las alambradas antes de volar en pedazos por efecto de las explosiones. Del millón de caballos ingleses que fueron al frente sólo regresaron a la isla unos 62.000.
En los últimos meses de la guerra apareció el nuevo animal que reemplazaría al caballo en los futuros conflictos, un cuadrúpedo de acero y orugas en vez de patas, tan feo, macizo y destructivo como su denso nombre: el tanque.
Los caballos que aparecen en el espectáculo son hermosos y enormes, poseídos de una vitalidad conmovedora, más tiernos y sensibles que esos pobres soldaditos que se entrematan a su alrededor en la vorágine incompresible y feroz a la que han sido acarreados. Los cuadrúpedos enfrentan su destino con resignación y cumplen sus deberes hasta el último aliento, sin perder nunca la dignidad. Son de madera y han sido construidos por una compañía sudafricana, la Handspring Puppet Company, fundada por Adrian Kohler y Basil Jones, los artífices de esas escenas milagrosas en que los caballos galopan, saltan, se desploman o vuelan al compás de las peripecias de la historia. Uno tiene la impresión de que, en algún momento, esas estructuras de madera se transubstancian en caballos de verdad, y que los tres o cuatro marionetistas que los manipulan desaparecen, absorbidos por la magia del teatro, y por eso se llenan de lágrimas los ojos de los espectadores cuando los infelices y heroicos animales se desmoronan, alcanzados por los proyectiles, o son sacrificados para salvar de la inanición a los soldados.
Cuando uno ve una obra como ésta, que lo maravilla por su riqueza plástica, por la excelencia de su factura, por sus audacias, sorpresas y la genialidad de su hechura, tal vez sea una mezquina injusticia preguntarse si el teatro del futuro inmediato se irá acercando cada vez más a la feérica naturaleza de War Horse y pareciéndose cada vez menos al teatro tradicional, aquel en el que eran las palabras, las acciones y los sentimientos la razón de ser del espectáculo, lo que lo justificaba o hundía. Porque en esa maravilla que es Caballo de guerra el espectáculo es tan prodigioso y autosuficiente que la anécdota, los parlamentos, las pasiones y emociones se han convertido en un mero pretexto para la representación, de modo que no es abusivo decir de ella que, siendo todo lo magnífica que es, está más cerca del Cirque du Soleil que, digamos, de la mejor producción concebible de una pieza de Shakespeare, Ibsen o Valle Inclán.
La pasé fantásticamente bien viendo War Horse , pero, al salir a enfrentarme al viento neoyorquino, me asaltó de pronto la sospecha angustiosa de que, dadas las tendencias de la cultura en nuestros días, el teatro podría convertirse tarde o temprano en eso, sólo en eso.
© La Nacion.
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