Al igual que el calentamiento global refuta el discurso del crecimiento, el déficit democrático revelado por la vigilancia masiva debería llevar a cuestionarnos el principio de que “más información es siempre mejor”
En la era post-Snowden, las sociedades democráticas se enfrentan a dos opciones. La más fácil es que las cosas continúen como de costumbre, pretendiendo que el insaciable deseo de datos por parte de la NSA es tan solo una aberración que puede rectificarse mediante algunos apaños en varios aspectos del aparato técnico-legal existente. De este modo, podremos reajustar los protocolos de datos irregulares, introducir más códigos cifrados en las redes y aprobar nuevas leyes que supervisen a la NSA.
Pero también podríamos decidirnos por una opción más exigente que la de permitir que las revelaciones de Snowden representen poco más que la simple y sistemática extralimitación administrativa de unos pocos burócratas fuera de control. Siguiendo esa opción, esas revelaciones nos advierten de una emergente —y escasamente reconocida— amenaza para el ethos democrático, que sólo podrá empeorar a medida que los medios para recopilar, registrar y analizar más datos se hagan más omnipresentes.
La razón por la que es tan difícil reconocer esa amenaza es bastante sencilla: tal conclusión entraría en contradicción con la edulcorada narrativa de la economía de la información, que asume que el crecimiento puede ser eterno: Google, Facebook y sus mil imitadores de Silicon Valley operan todos basándose en la premisa de que no hay límites para el número de datos que pueden producirse, recopilarse, comercializarse y compartirse. ¡Tener más información es siempre mejor! Ese es su eslogan.
Bajo ese amplio paraguas de la “información” se da un paralelismo con algunos aspectos de la economía que podría resultar ilustrativo. Durante mucho tiempo, la asunción del crecimiento infinito —con el PIB como única referencia para valorar las políticas gubernamentales— imperó también en ese campo. Las primeras voces críticas a comienzos de los años 70 quedaron rápidamente ahogadas por el abuso de propaganda en favor del libre mercado protagonizado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, pero las objeciones al crecimiento como único foco de la actividad económica se reanudaron durante la última década, como consecuencia de la preocupación sobre el calentamiento global.
Esa postura crítica está siendo sostenida por los seguidores del movimiento a favor del “decrecimiento”, que es popular en Europa pero que goza de muy poca aceptación en Estados Unidos. El objetivo de ese movimiento no es sólo el de cuestionar la sensatez ecológica de seguir la vigente moda pro-crecimiento, sino también el de restar importancia a la primacía intelectual de utilizar indicadores como el PIB para evaluar y desarrollar las políticas públicas. Como señala Yves-Marie Abraham, sociólogo canadiense y uno de los defensores de la agenda del decrecimiento, “no se trata de la disminución del PIB, sino del fin del PIB y de todas las otras mediciones cuantitativas como indicadores del bienestar”.
No es este el momento o el lugar para valorar los méritos de la propuesta del decrecimiento respecto a la economía. Pero es difícil negar que ha planteado interesantes desafíos intelectuales a la corriente económica predominante. Una sólida defensa de la postura a favor del crecimiento requiere hoy abordar las preocupaciones sobre el cambio climático. ¿Y qué decir del incómodo hecho de que no hay una sencilla relación lineal entre crecimiento y felicidad? Y, si más crecimiento no hace a la gente más feliz, ¿por qué debiéramos situarlo precisamente en el centro de la política económica?
Como paradigma alternativo para gestionar la actividad productiva, al menos el “decrecimiento” ha tenido como resultado un nuevo y provocativo pensamiento sobre la política y la economía. Pero tal paradigma alternativo aún no se ha dado con respecto a la información. Los actuales esfuerzos por plantear diferentes maneras de relacionarse con la tecnología y la información huelen a soluciones privatizadas y trascendentaloides que operan a nivel individual, no a nivel colectivo: se nos anima a probar curas de “desintoxicación digital” para revitalizar nuestro sentido de la realidad, a instalar aplicaciones que nos harán más “conscientes”, a pasar tiempo en lugares en cuyas dependencias estén prohibidos los aparatos electrónicos.
Tardar dos segundos
más en encontrar una pizzería en Google
parece un precio razonable a cambio
de un futuro decente
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Ninguna de estas soluciones ofrece una alternativa intelectual coherente al vigente paradigma de “más información es siempre mejor”. La razón es simple: los teóricos del decrecimiento tienen al “hombre del saco” real del calentamiento global como el desastre definitivo al que invocar para reorientar nuestro proceso de pensamiento. ¿Qué mejor manera de conseguir que la gente actúe que recordarle que está destruyendo lentamente la civilización?
Sin embargo, la visión de semejante desastre, hasta ahora ha estado ausente del debate sobre la información. Todo lo que vemos son preocupaciones sobre la salud personal, sobre la reducción de los periodos de atención, o sobre la distracción. Esas son preocupaciones sobre individuos, no sobre colectivos. No es extraño que se inclinen por soluciones privadas, tales como aplicaciones para recobrar la concienciación.
Pero no se necesita ser un genio para captar cuál es el equivalente apropiado al calentamiento global en este caso: es la gradual evaporación del espíritu democrático de nuestro sistema político. Esa evaporación está teniendo lugar cuando una ingenua fe en los Big Data elimina los espacios que han sido previamente abiertos a la deliberación pública —¿quién necesita de ese confuso debate sobre los fines alternativos cuando uno dispone de los datos para seleccionar los mejores medios posibles?— mientras produce ciudadanos que, atrapados en los interminables ciclos de retroalimentación de los sistemas burocráticos modernos, entregan el proceso político a los tecnócratas, a los que siempre les gusta intervenir con retoques cuando se trata de cambios de mínimo calado en el sistema, pero raras veces se interesan por los de gran calado.
En lugar de poner a prueba a Silicon Valley con los detalles, ¿por qué no reconocer sencillamente que los beneficios que ofrece son reales, pero que —lo mismo que un todoterreno o un aire acondicionado siempre encendido— sus costes pueden no merecer la pena? Sí, la personalización de las búsquedas nos ofrece resultados fabulosos, dirigiéndonos a la pizzería más próxima en 2 segundos en vez de 5. Pero esos tres segundos de ahorro requieren de un almacenamiento de datos en algún lugar de los servidores de Google y, después de Snowden, nadie está realmente seguro de qué va a pasar con esos datos y los muchos modos en que se pueda abusar de ellos.
Así que dejémonos de discusiones semánticas: para mucha gente, Silicon Valley ofrece un gran y práctico producto. Pero si ese gran producto al final va a asfixiar al sistema democrático, entonces quizá debiéramos rebajar nuestras expectativas y aceptar el hecho de que dos segundos extra de búsqueda —como el de un coche más pequeño y más lento— podría ser un precio razonable a cambio de tener un futuro decente.
Las soluciones mercantiles al problema de la privacidad propuestas por algunos críticos del sistema actual —Jaron Lanier, por ejemplo, sostiene que debería permitirse a la gente poseer y comerciar con sus propios datos, sobre la base de un sólido régimen de propiedad en materia de datos— no es probable que sean más efectivas para hacer frente a esta lenta erosión de la democracia que las soluciones mercantiles al problema del calentamiento global. ¿Recuerdan el Emission Trading Scheme (Sistema de Comercio de Emisiones) tan celebrado en su día por la Unión Europea? Ha sido un fracaso considerable.
El problema al que nos enfrentamos no es el de la ausencia de control sobre los datos individuales. Es el hecho de que, armados con tantos datos, los sistemas políticos modernos parecen creer que pueden prescindir de los ciudadanos; y los ciudadanos, mientras disfruten de los “contenidos” de la cornucopia digital, se encuentran demasiado a gusto como para abandonar el reino de lo político. Crear un mercado personal de datos con estas condiciones solamente conseguiría acelerar el ya rápido declive del sistema democrático.
La aplicación de ideas sobre decrecimiento o la adopción de algún otro paradigma intelectual podrían suponer un reto al “más información es siempre mejor”, pero en cualquier caso necesitamos perentoriamente imaginar nuestra alternativa al déficit democrático revelado por Snowden. Ni piratas informáticos ni leguleyos van a salvarnos: el debate sobre Snowden necesita pensadores que se manejen con tanta fluidez con los códigos y con el derecho constitucional como lo hacen con la economía y la política.
Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
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