TRIBUNA
En los últimos treinta años, cuanto más ha combatido el tráfico de drogas peor le ha ido como país.
La infructuosa guerra contra las drogas impulsada por EE UU tiene costes brutales al sur del río Bravo
La injerencia política más larga que ha tenido Estados Unidos sobre México es la guerra contra las drogas. La lección central de esa injerencia es que mientras más esforzadamente ha combatido México el narcotráfico, peor le ha ido como país, sin que haya logrado nunca el propósito buscado, que es reducir el paso de drogas a Estados Unidos.
La experiencia mexicana coincide con la mundial: miles de muertos, centenares de miles de presos, redes criminales en expansión, sin que pueda alegarse ninguna mejora sustantiva en el tráfico ni en el consumo. Lo que haya que decir globalmente, bueno o malo, sobre la guerra contra las drogas hay que decírselo a Estados Unidos. La guerra contra las drogas es su engendro y su epopeya.
Estados Unidos crea las prohibiciones fundamentales en materia de drogas dentro de su territorio y las exporta después al mundo. Durante los Gobiernos de Nixon y Reagan llega a la conclusión de que el flujo debe contenerse en el territorio de otros: Afganistán o Turquía, Marsella o Myanmar, Colombia o México.
La cruzada tarda en desplegarse algo más de un siglo, hasta que alcanza un estatus universal en el año de 1998, cuando asumen la política prohibicionista todos los países signatarios de la ONU.
Entre 1985 y 2014, durante 30 años, México ha capturado o matado a todos los grandes capos del narcotráfico que han florecido en su territorio, más de veinte, todos ellos legendarios en su momento, elusivos todos, sospechosos todos de estar libres por su complicidad con el Gobierno. El último de la lista célebre es hasta ahora Joaquín, El Chapo, Guzmán, consagrado por la revista Forbes como uno de los millonarios del mundo. La experiencia mexicana dice que mientras haya mercado ilegal de drogas habrá Chapos millonarios.
Narcotráfico y complicidad política van de la mano, igual que hampa y policía. El mercado de las drogas es un mercado robusto, de consumo y rentas altas, capaz de corromper a quien lo persigue y de producir infinitos competidores. Es también un mercado ilegal que cuenta con la complicidad de parte de la sociedad, tanto al producir y traficar como al consumir.
Hasta los años cuarenta del siglo pasado, el narcotráfico tuvo en México la forma de redes familiares toleradas, cuando no organizadas, por políticos locales. Después, hasta los años ochenta, su lógica fue la concentración monopólica, simétrica de la del poder que había entonces en el Estado. En el seno de aquel Estado, el narcotráfico tuvo cómplices estratégicos: nada menos que la policía política del antiguo régimen priísta, la Dirección Federal de Seguridad, radicada en la Secretaría de Gobernación. El incipiente monopolio del narcotráfico, en manos de narcos sinaloenses, fue perseguido y destruido en los años ochenta por el mismo Estado que antes lo protegió, a raíz del escandaloso asesinato, en 1985, en la ciudad de Guadalajara, de Enrique Camarena, un agente de la Drug Enforcement Administration, la célebre DEA, desde entonces actor estelar, aunque escondido, de la guerra mexicana contra las drogas.
La destrucción del monopolio sinaloense dejó un escenario de bandas rivales, hijas de la misma mata: en Tijuana, los hermanos Arellano Félix; en Sinaloa, Ismael, El Mayo, Zambada y Joaquín, El Chapo, Guzmán; Amado Carrillo en Ciudad Juárez y en Tamaulipas, la banda del Golfo, un gang de viejos contrabandistas que entró al narcotráfico aprovechando el vacío sinaloense y se inventó un brazo armado, el más mortífero de la historia del narco mexicano, los terribles Zetas.
El escenario de guerras intestinas entre estas bandas dominó los noventa. Al empezar el nuevo siglo, los hados se alinearon para potenciar estos enfrentamientos. He aquí algunos hechos convergentes:
—A fines de los noventa, Estados Unidos aprieta su frontera contra flujos ilegales de gente y de drogas. Entre 2001 y 2008 se duplican los efectivos de la patrulla fronteriza. La frontera se vuelve más dura y más cara para el tráfico ilegal.
—Entre 2002 y 2008, Estados Unidos aumenta en un 35% las deportaciones de presos mexicanos a ciudades fronterizas mexicanas, de por sí bullentes de ofertas y empleos (“jales”) ilegales.
—En 2004, se levanta el embargo de armas de asalto que pende sobre la influyente industria del rifle estadounidense. A partir de entonces pueden comprarse fusiles de alto poder, a muy buen precio, en las 8.000 armerías de la frontera.
—En 2006, el Gobierno de Colombia aprieta a sus barones de la droga y aumenta los decomisos de cocaína en un 65%. La escasez duplica el precio en los siguientes años. En 2008, México establece que los vuelos privados que vienen del sur deben hacer pie en su primer punto de contacto aéreo con el país. La medida interrumpe los pasos aéreos de la droga a suelo mexicano. El control de los pasos territoriales se vuelve entonces asunto de vida o muerte para las bandas.
—Al terminar 2005, está instalada la tormenta perfecta: guerra a muerte entre bandas bien armadas, que se despliegan por todo el país urgidas de dominio territorial. Todo esto puede leerse, con abundancia de detalles asombrosos, en el libro de Guillermo Valdés, Historia del narcotráfico en México (Aguilar, 2013) y en el artículo La tormenta perfecta, de Alejandro Hope (revista Nexos, diciembre de 2013).
Las guerras de El Chapo Guzmán y del Mayo Zambada son las más mortíferas: explican el 67% de los asesinatos de aquellos años, más de 40.000 muertes violentas. Pero el grupo criminal que hace la diferencia para la sociedad mexicana es el de Los Zetas. Los Zetas se despliegan por todo el país, reclutando aliados locales y sometiendo a competidores por el método común del terror. Su dilema es plata o plomo, colaboración o ejecución. Amplían sus intereses criminales. No solo quieren asegurar las rutas del narcotráfico, también quieren controlar los territorios para ejercer en ellos la industria de la protección: extorsión, secuestro, derecho de piso y de pernada.
Quizá en ninguna zona de México Los Zetas capturan tanto territorio como en Michoacán. Su dominio ahí es tan duro que provocan la rebelión de sus aliados locales. Una banda llamada La Familia Michoacana, entrenada inicialmente por Los Zetas, se voltea contra ellos y los echa del Estado, tras una guerra sanguinaria que llena Michoacán de muertos, destazados y degollados.
Este es el litigio de sangre que decide la intervención del presidente Felipe Calderón en Michoacán en el año 2007. Empiezan entonces los operativos militares y policiacos sobre regiones y ciudades. Lejos de contener, la intervención federal anima la matanza. Nada de esto es claro entonces para nadie. Lo hemos aprendido después. El Gobierno obstruye rutas, presiona bandas, captura jefes y cabecillas. Al descabezar las bandas, desata guerras internas por el poder, fragmenta y desparrama la violencia. La tasa de homicidios mexicanos inicia su espiral de miedo. Había venido bajando de 19 homicidios por cada 100.000 habitantes en 1990 hasta 8 por cada 100.000 en 2007. Llegará a 24 por cada 100.000 en 2012. La espiral sangrienta deja en boca de todos la cifra de 60.000 muertos. La cifra no es exacta (son unos 80.000), pero dice de un golpe lo que quiere decir: los costos brutales para el país de la guerra contra las drogas.
La causa original de la cuota de sangre pagada por México, antes por Colombia, cada vez más por Centroamérica, es la política punitiva que se deriva de la prohibición de las drogas.
Es la prohibición la que genera el mercado ilícito, es el mercado ilícito el que genera las altas rentas del tráfico, son las altas rentas las que inducen la disputa violenta por el mercado, es la disputa violenta por el mercado la que inventa formas de matar y morir que nos hielan la sangre, pues su función es esa: amedrentar a los competidores.
Mientras haya mercados ilegales habrá narcos célebres decididos a llevar al consumidor esos bienes prohibidos por los que la sociedad está dispuesta a pagar y ellos, a matar.
Héctor Aguilar Camín es escritor
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