La educación siempre estuvo asociada a la esperanza de un mundo o una vida mejor.
En los últimos años, sin embargo, se ha difundido un sentimiento de escepticismo acerca de las
posibilidades de cumplir con las expectativas que prometía la educación. Numerosos estudios
sobre la escuela se han ocupado de analizar la desilusión que provocan los fenómenos de
devaluación de las credenciales educativas en el mercado de trabajo y la impotencia de la acción
escolar para romper el determinismo social de los resultados de aprendizaje. Los estudios de la
escuela, por su parte, muestran que se ha roto el carácter sagrado de las instituciones escolares
y de sus actores. Se producen, exacerbados por los medios de comunicación, hechos de violencia
que involucran a los alumnos, los docentes y las familias. El vínculo de autoridad que regía las
relaciones pedagógicas entre maestros y alumnos está erosionado y el clima de las instituciones
escolares parece dominado por sentimientos de desinterés, desmotivación y desmoralización.
Sólo como ejemplo, nos parece interesante citar dos datos que muestran las formas que
adquieren estas rupturas de los vínculos tradicionales. El primero de ellos es el que proporciona
una encuesta que se realiza anualmente a los futuros docentes de Francia, donde se les pregunta
si creen que todos los alumnos pueden aprender. Los datos indican que cada vez son más
numerosos los docentes que ingresan a la profesión con bajos niveles de confianza en la capacidad
de aprendizaje de los alumnos.
El segundo dato lo brinda el reciente Informe sobre Desarrollo Humano en América Latina
preparado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Una de las consultas
realizadas para ese estudio intenta identificar quiénes son los actores sociales más influyentes en
la definición de expectativas de futuro de los jóvenes. Los docentes están en uno de los lugares
más bajos de la escala.
En síntesis, estamos ante maestros que no creen en la capacidad de aprendizaje de sus
alumnos y alumnos que elaboran sus proyectos de vida en base a mensajes de otros agentes o
actores sociales. Obviamente, esta es una visión que oculta la existencia de una gama muy diversa
de situaciones, tanto institucionales como personales. Admitamos, sin embargo, que la desilusión
y el escepticismo constituyen hoy un dato de la realidad, del cual hay que hacerse cargo con
responsabilidad.
Las explicaciones de estos fenómenos ocupan una vasta biblioteca, bien conocida
por los investigadores y por los educadores en general. Más que repetir o profundizar en los
argumentos e hipótesis formulados hasta ahora por esos estudios, quisiera formular algunas líneas
propositivas, que podrían orientar tanto las acciones como las investigaciones en este campo.
El primer punto se refiere a la necesidad de dotar de contenidos socializadores
socialmente significativos a la escuela. Esta tarea no puede ser concebida contra los otros espacios
de socialización que han aparecido y compiten con la escuela, particularmente la televisión y el
conjunto de dispositivos que se desarrollan alrededor del uso de las tecnologías de la información
y que carecen de dirección educativa. El desafío es utilizar esos dispositivos cubriendo el déficit de
sentido con el cual suelen operar por la ausencia de adultos.
El segundo punto que debemos considerar es la recuperación de la autoridad docente.
Esta recuperación no será producto de ninguna ley que otorgue a los docentes capacidad de
castigar a los que no obedezcan o se enfrenten a su autoridad. La autoridad docente tradicional
ha sido recientemente evocada en relatos literarios o filosóficos. El libro de Daniel Pennac (Mal de
escuela, Barcelona, Mondadori, 2008) y el de George Steiner (Lecciones de los maestros, Madrid,
Ediciones Siruela, 2003) son dos ejemplos de esta nostalgia por el maestro tradicional, autoritario
a veces, pero fundamentalmente comprometido tanto con el contenido de lo que transmite como
con el resultado del aprendizaje de sus alumnos.
La base de la autoridad del maestro estaba en su compromiso. Esta cualidad era la que
generaba respeto, eventualmente admiración y, luego de un tiempo, reconocimiento por parte
del alumno. El gran interrogante y desafío que tenemos por delante es el que se refiere a cómo
se promueve el compromiso en el contexto cultural del nuevo capitalismo y en una profesión de
masas como es la docencia.
Algunas pistas a trabajar serian las siguientes:
El compromiso tiene que ver con un fuerte convencimiento acerca de la validez de los
contenidos que tenemos que transmitir. Si no dominamos esos contenidos y, además, no estamos
convencidos de su relevancia social y cultural, difícilmente podremos motivar o interesar a
nuestros alumnos. Hoy existe un alto grado de incertidumbre con la validez de los conocimientos,
porque cambian rápidamente. Sin embargo, las bases de las diferentes disciplinas no cambian y
el patrimonio cultural de la humanidad tiene elementos suficientes para interesar genuinamente
a las futuras generaciones, como nos interesó a nosotros. Renovar nuestra propia pasión por
las disciplinas que enseñamos y nuestro compromiso con los valores vinculados al éxito en el
aprendizaje de nuestros alumnos constituye un punto de partida fundamental en este terreno.
Una vía para promover compromiso es fortalecer todos estos componentes en la formación
docente, tanto inicial como continua.
El segundo punto que quisiera mencionar es el estrecho vínculo entre compromiso y
organización del trabajo. Tenemos una tradición de individualismo en el desempeño docente
que privatiza la responsabilidad por los resultados y que no se sostiene frente a los desafíos
educativos del futuro. El compromiso con los resultados es una dimensión fundamental del
trabajo institucional y exige un fuerte trabajo en equipo. Desde este punto de vista, una de las
explicaciones de la desmoralización y la falta de motivación en el trabajo estaría en las formas
de organización escolar: trabajo individual, ausencia de intercambios, desconfianza hacia las
autoridades, normativas alejadas de la solución de los problemas, etc. Al respecto, es interesante
comprobar que los enfoques más avanzados sobre enseñanza-aprendizaje están evocando el
taller artesanal como un modelo posible para enfrentar los desafíos que plantea la educación del
siglo XXI. El vínculo entre maestro y alumno puede ser conceptualizado en términos de experto-
novicio (Goéry Delacote. Enseñar y aprender con nuevos métodos. La revolución cultural de la era
electrónica. Barcelona, Gedisa, 1997) y la dinámica del trabajo artesanal representa, según Richard
Sennet “la condición específicamente humana del compromiso" (R. Sennet. El artesano. Barcelona,
Anagrama 2007)
Una mirada a la dinámica de trabajo que rige en el taller artesanal puede ser muy
sugerente para organizar el trabajo escolar. En los talleres se comparte información, se ejerce
tutoría, se brinda asesoramiento. La autoridad está basada en el mayor dominio de las habilidades
que definen el oficio que se enseña. En un taller, son las habilidades del maestro las que le otorgan
el derecho de mandar. Aprender de ellas y asimilarlas puede dignificar la obediencia del aprendiz.
En el taller artesanal, corregir el error es una parte fundamental de la actividad y del aprendizaje,
ya que a menudo es la reparación de las cosas lo que nos permite comprender su funcionamiento.
El manejo de los instrumentos implica aprender a enfrentar situaciones de resistencia y de
ambigüedad así como tener paciencia frente a la frustración. Las formas que adoptan las
instrucciones en el taller también son muy importantes y, según los estudios disponibles, en el
taller artesanal se destacan tres formas principales: la ilustración empática, donde el maestro se
identifica con las dificultades con que tropieza un principiante; la presentación del escenario, que
coloca al aprendiz en una situación extraña y la instrucción mediante la metáfora, que alienta al
aprendiz a imaginar un nuevo marco para lo que está haciendo. Por último, vale la pena recordar
algunas de las cualidades de un buen artesano, que pueden ser útiles para definir al buen docente:
el buen artesano comprende la importancia del esbozo al comienzo de su trabajo, cuando no tiene
un conocimiento acabado de los detalles del objeto que desea construir; el buen artesano asigna
valor a la contingencia, evita el perfeccionismo y aprende cuándo es el momento de parar. Más
trabajo puede empeorar las cosas.
El trabajo docente es un trabajo artesanal que puede estar apoyado por las más modernas
tecnologías. Si recuperamos el sentido de nuestro trabajo podremos empezar a recuperar el
optimismo.
Juan Carlos Tedesco
Universidad Nacional de San Martín (Argentina)
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