Sin duda que ya lo dije antes, pero lo volveré a decir: uno de mis deseos es ponerle fin a esta columna, al menos en su actual encarnación. Cada tantas semanas tengo que conjurar un tema que aparente ser de actualidad, aun si lo que realmente quisiera hacer es volver a leer la obra de Píndaro y escribir (con bastante retraso) una reseña de sus poemas. En otras palabras, me gustaría hablar de libros que quizá se hayan olvidado, pero que pienso que sería “de actualidad” volver a leerlos. Podrían ser libros de hace siglos, aunque también me gustaría tratar obras contemporáneas que me he tardado en leer. Después de todo, no siempre se puede estar al día.
Hace poco leí L’Imaginaire, por Jean Jacques Wunenburger, que se publicó en Francia en 2003, y explora la idea de la imaginación individual y colectiva. Es difícil decir lo que la imaginación colectiva es, pero, con base en este libro, podemos al menos tratar de bosquejar una posible teoría. La imaginación colectiva no pertenece a construcciones de la razón, como la lógica, las matemáticas o las ciencias naturales, sino, más bien, a una serie de representaciones “imaginarias” que pueden oscilar entre los mitos antiguos y las ideas contemporáneas que circulan en cada cultura, y a las cuales todos nos ajustamos, aun si son fantásticas, erróneas o indemostrables científicamente.
Si hemos de hablar de una imaginación colectiva para los mitos, sin duda que elUlises de James Joyce es un ejemplo que domina nuestra forma de pensar. Luego, están esa visiones sagradas, los discursos que se filtran a nuestra experiencia individual: es bajo esta lógica que Pinocho se nos vuelve más real que, por decir, el príncipe Klemens von Metternich de Austria u otros titanes de la historia. Y en nuestra experiencia cotidiana, es posible que, preferiblemente, sigamos las lecciones de la vida ficticia de Pinocho que de la vida real de Charles Darwin.
En alguna parte de nuestra imaginación colectiva están los personajes de Lemuel Gulliver y Ema Bovary. Está el joven Werther, cuyo suicidio ficticio supuestamente inspiró a muchos jóvenes lectores a quitarse la propia vida. Sin embargo, según Wunenburger también existe una imaginación gnóstica, alquímica u oculta. Hay “discursos” que moldean y dirigen nuestra forma de vivir, aun cuando no se los puede sustentar racionalmente.
La parte más interesante de este libro es el intento por explicar la construcción fundamental de la imaginación colectiva televisual. La televisión nos fascina con sus imágenes del mundo, algunas de las cuales son, presumiblemente, reales, como, por ejemplo, las coberturas informativas; podremos reconocer otras imágenes como ficticias, pero de todas formas las recibimos en nuestros mundos individuales. Hay cierta religiosidad en ello: Wunenburger escribe sobre un tipo de representación que experimentamos como una manifestación desacralizada de lo sagrado, en la cual “ya no es necesario creer en la presencia de lo que está más allá de la representación, debido a que la representación en sí misma es ya un simulacro de la presencia”.
En otras palabras (y esta es mi interpretación), hasta donde saben los telespectadores, ¿el pietaje del colapso de las torres gemelas es más real que la vista de un tsunami cósmico en una película sobre desastres?
“Mientras que la función de la imagen religiosa consiste en establecer contacto con un dios ausente, la imagen televisual se establece como una manifestación primordial”, escribe Wunenburger. Los héroes de la televisión y sus hazañas se transforman en una especie de mundo común dentro de la imaginación colectiva. Hay que recordar que hace cuatro años, un estudio reveló que un quinto de los adolescentes británicos creía que Winston Churchill era un personaje ficticio y más de la mitad pensaba que Sherlock Holmes era una figura histórica real.
O, para analizar el problema desde un ángulo totalmente secundario, se puede considerar esto: hubo una época en la que los sacerdotes italianos se negaban a bautizar a cualquiera al que no le pusieran el nombre de un santo del calendario. Si a una hija se le ponía Liberta o Lenino a un hijo, como sucedía en la región de Romaña, había que prescindir del bautizo.
Ya van décadas en las que hemos visto niñas a las que les ponen nombres como Jessica o Gessica, Samantha o Samanta, Rebecca o, incluso, Sue Ellen – al que he visto destrozado como “Sciuellen”. Esto no tiene nada que ver con ponerle a los hijos nombres refinados –Selvaggia, Azzurra, Oceano–, algo típico de los aristócratas, esnobs y acomodados. La clase media nunca se atrevería a adoptar nombres tan excepcionales. Jessica, Sue Ellen y Samantha, por otra parte, son nombres “reales”, sugeridos por la imaginación colectiva televisual. Son más reales que los nombres de los santos, que hoy parecen tan distantes de nosotros; son los nombres de los mitos que componen a la imaginación colectiva.
Hace poco leí L’Imaginaire, por Jean Jacques Wunenburger, que se publicó en Francia en 2003, y explora la idea de la imaginación individual y colectiva. Es difícil decir lo que la imaginación colectiva es, pero, con base en este libro, podemos al menos tratar de bosquejar una posible teoría. La imaginación colectiva no pertenece a construcciones de la razón, como la lógica, las matemáticas o las ciencias naturales, sino, más bien, a una serie de representaciones “imaginarias” que pueden oscilar entre los mitos antiguos y las ideas contemporáneas que circulan en cada cultura, y a las cuales todos nos ajustamos, aun si son fantásticas, erróneas o indemostrables científicamente.
Si hemos de hablar de una imaginación colectiva para los mitos, sin duda que elUlises de James Joyce es un ejemplo que domina nuestra forma de pensar. Luego, están esa visiones sagradas, los discursos que se filtran a nuestra experiencia individual: es bajo esta lógica que Pinocho se nos vuelve más real que, por decir, el príncipe Klemens von Metternich de Austria u otros titanes de la historia. Y en nuestra experiencia cotidiana, es posible que, preferiblemente, sigamos las lecciones de la vida ficticia de Pinocho que de la vida real de Charles Darwin.
En alguna parte de nuestra imaginación colectiva están los personajes de Lemuel Gulliver y Ema Bovary. Está el joven Werther, cuyo suicidio ficticio supuestamente inspiró a muchos jóvenes lectores a quitarse la propia vida. Sin embargo, según Wunenburger también existe una imaginación gnóstica, alquímica u oculta. Hay “discursos” que moldean y dirigen nuestra forma de vivir, aun cuando no se los puede sustentar racionalmente.
La parte más interesante de este libro es el intento por explicar la construcción fundamental de la imaginación colectiva televisual. La televisión nos fascina con sus imágenes del mundo, algunas de las cuales son, presumiblemente, reales, como, por ejemplo, las coberturas informativas; podremos reconocer otras imágenes como ficticias, pero de todas formas las recibimos en nuestros mundos individuales. Hay cierta religiosidad en ello: Wunenburger escribe sobre un tipo de representación que experimentamos como una manifestación desacralizada de lo sagrado, en la cual “ya no es necesario creer en la presencia de lo que está más allá de la representación, debido a que la representación en sí misma es ya un simulacro de la presencia”.
En otras palabras (y esta es mi interpretación), hasta donde saben los telespectadores, ¿el pietaje del colapso de las torres gemelas es más real que la vista de un tsunami cósmico en una película sobre desastres?
“Mientras que la función de la imagen religiosa consiste en establecer contacto con un dios ausente, la imagen televisual se establece como una manifestación primordial”, escribe Wunenburger. Los héroes de la televisión y sus hazañas se transforman en una especie de mundo común dentro de la imaginación colectiva. Hay que recordar que hace cuatro años, un estudio reveló que un quinto de los adolescentes británicos creía que Winston Churchill era un personaje ficticio y más de la mitad pensaba que Sherlock Holmes era una figura histórica real.
O, para analizar el problema desde un ángulo totalmente secundario, se puede considerar esto: hubo una época en la que los sacerdotes italianos se negaban a bautizar a cualquiera al que no le pusieran el nombre de un santo del calendario. Si a una hija se le ponía Liberta o Lenino a un hijo, como sucedía en la región de Romaña, había que prescindir del bautizo.
Ya van décadas en las que hemos visto niñas a las que les ponen nombres como Jessica o Gessica, Samantha o Samanta, Rebecca o, incluso, Sue Ellen – al que he visto destrozado como “Sciuellen”. Esto no tiene nada que ver con ponerle a los hijos nombres refinados –Selvaggia, Azzurra, Oceano–, algo típico de los aristócratas, esnobs y acomodados. La clase media nunca se atrevería a adoptar nombres tan excepcionales. Jessica, Sue Ellen y Samantha, por otra parte, son nombres “reales”, sugeridos por la imaginación colectiva televisual. Son más reales que los nombres de los santos, que hoy parecen tan distantes de nosotros; son los nombres de los mitos que componen a la imaginación colectiva.
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