Por Nora Bär
El descomunal intríngulis social que recientemente rodeó la aprobación de la reforma del sistema de salud norteamericano no hizo más que confirmar lo que entre los sanitaristas era un secreto a voces: que en salud pública, aunque puede exhibir logros notables, esta gran potencia también tiene problemas sin resolver.
Uno de ellos es netamente económico: como en otras áreas, el american way of life hace que lo que en muchos países se logra con estrategias ingeniosas o inversiones pequeñas o medianas allí demande gigantescas sumas de dinero.
Hace un par de días, algo de esto se traducía en una nota firmada por Walecia Konrad en The New York Times dedicada a analizar los costos de una afección absolutamente banal y muy bien conocida por estas latitudes: la pediculosis. Según estimaciones citadas por Konrad, para combatir a estos diminutos y persistentes habitantes de entre 6 y 12 millones de cabecitas infantiles, en los Estados Unidos se invierten anualmente hasta ¡mil millones de dólares! Hay que reconocer que estos invasores podrían sacar de quicio hasta a un monje budista, pero visto desde esta parte del mundo cuesta imaginar que haya alguien dispuesto a pagar cientos de dólares para que "alguien" libere de "visitantes" las cabelleras de sus criaturitas.
"Tratar la pediculosis se transformó en una industria en gran escala en algunas ciudades -escribe Konrad-. Peluquerías dedicadas exclusivamente a remover piojos vivos y liendres sin venenos se multiplican en urbes como Nueva York, Los Angeles, Dallas y Boston." Y más adelante agrega: "Los «despiojadores» de estos establecimientos cobran entre 50 y 300 dólares por persona. Y algunos profesionales harán visitas a domicilio por hasta 500 dólares por cabeza. A ese precio, estaríamos hablando de miles de dólares por una familia de cuatro integrantes".
¡Y pensar que, hace años, cuando mis cuatro hijos todavía iban a la primaria, cada período escolar incluía por lo menos un episodio (y a veces más) de despiadado combate contra los piojos! No importaba que el varón tuviera el pelo largo o rapado, que las nenas se lo peinaran en trenzas o lo usaran suelto, que se sumergieran en el agua rebosante de cloro de la pileta en la que aprendían a nadar o se dedicaran al yudo: de un modo u otro, esos inoportunos húespedes a la fuerza se las arreglaban para instalarse en la cabellera de alguno y de allí saltar a las de los demás...
Pero, eso sí, en materia de remedios, el que recomendaban las abuelas: alguna loción y después paciencia, vinagre y peine fino. A veces, más vale maña que fuerza...
Nenhum comentário:
Postar um comentário