Julio María Sanguinetti
Esta vez la crisis nació en Wall Street, en la catedral del capitalismo. Y América latina, que tantas crisis propias ha vivido, en esta ocasión surfea sobre las olas del tsunami financiero. Por supuesto, no todos los países están igual, pero ninguno adolece de las clásicas erupciones volcánicas: quiebra de bancos, dolarización, déficit de la deuda externa... Como siempre, damos la nota; esta vez, por fin, ella es afinada.
Es más: lejos de producirse una repercusión negativa sobre las instituciones, la crisis ha sido favorable a ellas. Latinobarómetro registra un progreso en la idea democrática y, en términos generales, una mayor conformidad con sus gobiernos. Algunos, como el de Brasil, el de Colombia, el de Ecuador, los recién culminados de Chile y Uruguay, han gozado de particular favor de la opinión pública, a juzgar por las encuestas. Ello es explicable: cuando en septiembre de 2008 quebró Lehman Brothers y el mundo parecía caer en una crisis como la de 1929, la gente se preparó para lo peor. Pero la situación se fue sobrellevando con éxito. Las fuertes reservas internacionales acumuladas no bajaron, y aun cuando haya habido alguna caída de la actividad económica, no estuvo ni cerca de lo que se esperaba. El discurso tranquilizador de los gobiernos se hizo creíble y no se vivieron fenómenos de inestabilidad. El caso de Honduras respondió a factores políticos, alejados de las repercusiones de la crisis económica.
Después de seis años de expansión económica rumbosa, 2008 fue el primer mal año (-1,7% del PBI), pero lo fue mucho peor para las economías de los países desarrollados que para una América latina, que ya en 2009 volvió a crecer. México es el que lo ha pasado peor (su PBI cayó más de un 6% en 2008), pero ha vuelto a su ritmo exportador y hoy espera terminar el año con arriba del 4% de crecimiento. Ese impacto inicial se explica por su íntima vinculación con la economía norteamericana, pero la recuperación que inició Estados Unidos mucho antes que Europa -sumergida aún dentro del temporal- lo está beneficiando. En la otra punta, Brasil -todavía el más cerrado y menos dependiente de las exportaciones- no tuvo dificultades mayores y espera una expansión superior al 6%. Alentado por la perspectiva de ser sede de un campeonato mundial de fútbol y de una olimpiada, actor internacional de relieve, su proverbial buen talante se expresa en una oleada de optimismo sobre su futuro.
América latina siente que sus políticas económicas más responsables, su equilibrio fiscal y su inflación controlada le han dado resultado. Con todo, la clave del buen momento permanece en los precios de los alimentos, el petróleo y los minerales. Con una China a pleno, un mundo asiático dinámico y unos EE.UU. comenzando a retomar su expansión, todo hace pensar que aún por algún tiempo se mantendrá esta demanda de productos primarios que estuvo en la base de su bonanza anterior.
El riesgo está en que la crisis capitalista ha renovado el brío dialéctico de los populistas del socialismo del siglo XXI, que han querido ver una crisis de las bases mismas del sistema. Por cierto, han confundido deseos con realidades.
Que los ciclos de expansión y retracción persisten nos lo ha dicho una vez más la realidad. Pero el capitalismo, lejos de desaparecer, sale reforzado de la situación. Ante todo, porque la alternativa no ha emergido. Y, además, porque al haberse llamado al Estado para que ejerciera un rol más protagónico, se ha consolidado su supervivencia. Y ahí nace la preocupación: el retorno del Estado es para regular mejor el mercado, para impedir el descontrol financiero y, sobre todo, para procurar acuerdos internacionales que nos prevengan de los desbordes vividos. No es para retornar a perimidos proteccionismos, que si fueron posibles y hasta válidos en tiempos de escasez y economías cerradas hoy son incompatibles con un mundo global que voltea fronteras.
Se ha vuelto a invocar a lord Keynes, lo que no es malo. Pero que lo use como sombrilla cualquier derrochador irresponsable es un sarcasmo. No es keynesiano gastar fortunas en armamento, generar enormes déficits y, sobre todo, despreciar el desafío de la productividad. Cuando hubo que pagar los gastos de la guerra, el genio británico defendió un ahorro forzoso sobre los salarios para impedir la inflación y, en 1945, repudió los proteccionismos, sosteniendo que eran "una locura".
La consigna hoy es corregir excesos. Pero no sustituir uno por el otro. Si el libremercadismo pecó por no poner límites a las finanzas internacionales, la nostalgia estatista no puede ahora llevarnos de nuevo al voluntarismo en el gasto, el desequilibrio fiscal, la inflación y un proteccionismo antihistórico. © LA NACION
Julio María Sanguinetti fue dos veces presidente de la República Oriental del Uruguay.
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