enviado por Gregorio Elacqua
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La Revista Sábado
El Mercurio
sábado 25 de septiembre de 2010
La cota cero
Los estudiantes de la cota cero son los que están en el peor de los
mundos.
Sol Serrano
Las familias chilenas están, a nivel mundial, entre las que más
aportan a la educación de sus hijos. Eso es nuevo. La educación pagada
en Chile fue históricamente muy minoritaria y se restringió a los
colegios masculinos y femeninos, creados a partir de 1830. La educación
superior y colegial pública fue gratuita, desde la fundación del
Instituto Nacional, en 1813, y de la Universidad de Chile, en 1842, al
igual que los liceos provinciales y la educación primaria, desde 1860.
La gratuidad de la educación secundaria y superior pública fue un
vehículo de movilidad social, aunque también una política regresiva de
alto costo, a la que accedía sólo una élite generalmente compuesta de
los jóvenes de mayores recursos. El esquema fue longevo. En 1950 no
más de un 10% de los jóvenes en edad de hacerlo iba al liceo, y sólo
un 4 % a la universidad en 1960. Aunque no todas las universidades eran
públicas, la mayoría recibía un importante apoyo estatal.
La educación pública educó al país, qué duda cabe, pero con grandes
inequidades. Las razones históricas de por qué fue así son complejas y
no puede atribuirse sin más a un Estado injusto. En parte la explicación
estriba en que la estructura económica chilena no requirió por mucho
tiempo mano de obra calificada.
Sea como fuera, el país está pagando y pagará por buen tiempo esa
inequidad. Educar a toda la población es una tarea larga, y son siempre
los recién llegados al sistema los que pagan dolorosamente las
exclusiones heredadas.
La espectacular ampliación de la educación superior en Chile trae
buenas y malas noticias. La mala es que la inequidad no termina, pues
los que han disfrutado de la educación privada perpetúan sus ventajas
al obtener los puntajes más altos y entrar a las mejores universidades,
mientras la buena es que hay un enorme sector de jóvenes que ingresaron
a un nivel que les había estado vedado a sus ancestros por 200 años.
Esta ampliación se hizo con ayuda estatal y especialmente con el aporte
de las familias, pues muchos de ellos ingresan a universidades privadas
o institutos profesionales que no tienen apoyo estatal.
La decisión pública de financiar casi exclusivamente la educación
superior tradicional, la misma que aspiraba a ser redistributiva,
terminó por producir una distorsión de inequidad, porque muchos de los
jóvenes de escasos recursos entraron a universidades privadas. Además,
se desincentivó la educación técnico-profesional al no tener esta
tampoco financiamiento público relevante.
Sabemos que la mayoría de estos jóvenes son primera generación en la
educación superior lo cual, para ellos, significa una desventaja
competitiva importante, la que se inició en su niñez hogareña y que la
educación no pudo corregir; sabemos que sólo el mejoramiento de todos
los niveles podrá corregir esa desigualdad inicial. Pero ello no basta,
pues hay muchas generaciones a medio camino entre la masificación de
la educación y esa calidad que se está, lentamente, construyendo. Ellos
son los de la cota cero, los que han invertido muchísimo en educarse,
los que no han recibido ayuda estatal, los que pagan el alma en
universidades que a veces ni siquiera están acreditadas, los que creen,
porque así lo creyeron sus padres, que cualquier universidad es una
universidad.
Los estudiantes de la cota cero son los que están en el peor de los
mundos. Tienen pocos instrumentos para enfrentar los desafíos académicos
de las universidades de calidad y reciben títulos o se matriculan y
desertan de universidades de mala calidad, que no van a darles las
oportunidades que esperan y merecen. Finalmente, la educación
técnico-profesional adquirirá la importancia y prestigio que le
corresponde. El mercado terminará por mostrar cuántas más oportunidades
abre un buen instituto profesional que una mala universidad. El Estado
puede y debe apurar aquello, poniendo mayores incentivos en ese sector.
Es sorprendente que un sistema de educación superior tan diversificado
como el nuestro siga teniendo rigideces históricas, categorías antiguas
de un modelo en que sólo se educaban unos pocos. Esas rigideces son la
verdadera cota mil que tiene estancada a la cota cero: la subvención a
las universidades tradicionales y no a las privadas de calidad; el
persistente prestigio asociado a carreras de educación superior
universitaria, aunque por su mala calidad no garanticen nada, por sobre
la técnico-profesional; el ambiguo estatuto de las universidades
públicas que, atadas de manos por el sólo hecho de serlo, ansían actuar
como privados y ser financiadas como públicas; un sistema de
acreditación legitimado en las instituciones de buena calidad, pero que
no discrimina con las que no lo alcanzan y termina por no distinguir nada.
Los estudiantes de la cota cero están repartidos en todo el sistema de
educación superior, sin suficiente protección. Es a ellos, al margen de
donde estén, a los hay que llegar, pues se encuentran a merced de un
mercado escaso en transparencia e información y demasiado plagado de
ilusiones viejas. Son ellos quienes pagan caro las tensiones entre las
inequidades antiguas y las nuevas oportunidades. De paso, en ellos nos
jugamos el futuro.
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El Mercurio
El bicentenario de la educación
Domingo 26 de septiembre de 2010
Al celebrarse doscientos años de vida independiente, la educación debió
ser un foco principal de las conmemoraciones y el análisis. No lo fue,
lamentablemente. En efecto, hay mucho que aprender del pasado.
José Joaquín Brunner
A lo largo de la mayor parte de nuestra historia republicana, el sistema
educacional se construyó y desarrolló bajo una regla de exclusión
social. Durante las fiestas del Centenario, por ejemplo, la mayoría de
los niños y jóvenes no asistían a la escuela. Los que sí lo hacían
apenas cursaban dos o tres años antes de abandonar las aulas. Sólo un
pequeño grupo completaba el ciclo secundario. La educación superior casi
no existía; en el país, menos de dos mil alumnos cursaban estudios de
este nivel mientras aplaudíamos los primeros cien años de la República.
Según denunció don Darío Salas, dos de cada tres jóvenes en edad escolar
crecen sin recibir instrucción alguna, vegetan en ocupaciones sin
futuro, se agostan en la miseria material y se pudren en la peor de las
miserias, la miseria moral.
La educación primaria pudo universalizarse recién en la década de 1960;
la educación secundaria, al comenzar el presente siglo. El nivel
terciario se mantuvo exclusivo y excluyente -típicamente una formación
de y para las élites-, hasta mediados de los años 1980.
A pesar de tan pobres antecedentes, aspiramos a parecernos -en educación
y cultura- a los países nórdicos, a Francia o a Alemania. ¡Ay de
nosotros!: la Prusia del viejo Federico II era más educada a fines del
siglo XVIII que el Chile semimoderno de mediados del siglo XX.
De hecho, el propio Estado, a través de erradas políticas, segmentó
tempranamente el sistema público de enseñanza, volviendo inviable una
educación común de similar calidad para todos. Distinguió liceos de
excelencia -igual como lo hace el actual gobierno- y les adosó unas
preparatorias selectivas y de mejor calidad que la escuela común, la que
debió limitarse a atender a los niños de familias pobres.
La idea de que la educación desempeñó en Chile alguna vez una poderosa
función de integración o cohesión social es un mito de clase ilustrada,
la única que hasta los años 60 del pasado siglo se benefició de una
educación de mejor nivel. Por su lado, la mayoría de la gente acomodada
comenzó temprano a formar a sus hijos en un circuito de educación pagada
y segregada del resto del sistema, según observó Amanda Labarca a
inicios de los años 1930: "Gran parte del elemento de la alta burguesía
dejó de frecuentar los liceos, ora por consideraciones religiosas, por
ese afán exclusivista y aristocratizante a que responden los colegios
particulares a la moda, ora porque los enemigos del estado docente no
han perdido ocasión para exponer al público sus debilidades, defectos y
miserias".
En verdad, el estado docente -contrario a la retórica oficialmente
aceptada- fue siempre sólo una parte del sistema educacional chileno, el
cual desde su origen se constituyó con una fisonomía mixta, segmentando
los canales de escolarización según clases sociales y grupos de estatus.
Luego, si hubiésemos observado la historia educacional de la nación
desde el promontorio del Bicentenario, quizá habríamos adquirido un
sentido más realista de las enormes dificultades que enfrenta hoy este
sistema para transformarse en un auténtico canal de movilidad social,
dejando atrás su adscripción clasista y la regla educar para dividir.
En cambio, al haber desperdiciado esta oportunidad es probable que
continuemos confundidos por los mitos del pasado, pensando que la
educación ha sido una fortaleza de la República y no un motivo de sus
divisiones, rezagos y dificultades para establecerse plenamente en la
modernidad.
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Gregory Elacqua
--
Director
Instituto de Políticas Publicas
Facultad de Economía y Empresa
Universidad Diego Portales
Ejército 260
Santiago, Chile
gregory.elacqua@udp.cl
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