La Nación, 1/10/2012
MADRID -Debió de ser allá por los años 1983 o 1984. La concejala del Ayuntamiento de Madrid que acababa de hablar lo había hecho con una claridad y rotundidad infrecuentes en un político y defendiendo ideas que no estaban para nada de moda. "¿Quién es esta Juana de Arco española liberal?", pregunté. La pregunta llegó a sus oídos y, desde entonces, en todos estos años -los de su extraordinaria carrera y, también, los de nuestra amistad- cada vez que la he visto, Esperanza Aguirre me ha recordado aquella anécdota. ¿Por qué Juana de Arco? Porque defender, como ella lo hacía, el liberalismo, me pareció entonces la manera más rápida de precipitarse en la hoguera del desprestigio y la ruina.
Que me equivocara de manera tan garrafal muestra los altos méritos de Esperanza Aguirre que, ante la sorpresa general, acaba de anunciar su renuncia a la Presidencia de la Comunidad de Madrid y su retiro de la vida política. No sólo ha sido uno de los escasos políticos de convicción de estos años en España; también, uno de los más populares, que más elecciones ha ganado y que, en todos los cargos que ha ejercido -concejala, senadora, ministra, Presidenta del Senado y Presidenta de la Comunidad-, ha conseguido impulsar más medidas y reformas de corte liberal, gracias a las cuales la provinciana capital de España de hace tres decenios es la metrópoli de hoy día y la región más próspera, menos endeudada, una verdadera potencia industrial y la de vida cultural más rica y diversificada de todo el país.
La vamos a echar mucho de menos. Todos. Los que, como yo, la admirábamos y nos hubiera gustado verla llegar a la Presidencia del gobierno, convencidos de que, con ella al frente, jamás se hubiera hundido España en una crisis como la que hoy padece, y también sus adversarios, a los que deja hoy en la orfandad, sin tener alguien a quien odiar y atacar con la saña con que se encarnizaron contra ella (ayudados a veces por los micrófonos indiscretos), que se les enfrentaba sin complejos de inferioridad, respondiendo a los insultos con ideas, sin perder nunca las buenas formas y derrotándolos siempre en las urnas.
Esperanza Aguirre libró en todos estos años un doble combate. Contra una izquierda dura, dogmática y vanidosa que se creía dueña no sólo de la verdad ideológica, sino también de la compasión, de la solidaridad y de la "justicia social", y contra una derecha conservadora y ultra, acomplejada y acobardada frente a la izquierda, desconfiada del mercado y la apertura económica, favorable al rentismo y con más intereses que convicciones y principios. Ninguna de estas dos fuerzas pudieron derrotarla pero le hicieron la vida difícil, muy difícil, y la obligaron muchas veces a hacer verdaderos prodigios de táctica política -simulacros y fintas de concesiones, supuestos pasos atrás a fin de saltar adelante- para no verse acorralada en lo personal, y, sobre todo, para hacer avanzar los principios liberales básicos de recortar el intervencionismo estatal en la vida económica y social y privatizar en todo lo posible tanto la creación de riqueza como las instituciones y la vida ciudadana.
En su famosa distinción entre el "político de convicción" y el "político de responsabilidad" de 1919, Max Weber matizó que no se debía entender esta diferencia como una antinomia sin remedio, y que había casos, infrecuentes sin duda, en que un político era capaz de conciliar ambas opciones. Una de esas excepciones ha sido Esperanza Aguirre. Nunca perdió de vista los principios liberales a los que se adhirió cuando era todavía muy joven; pero, a lo largo de su carrera política, la experiencia le mostró que la democracia no tolera la rigidez doctrinaria, pues la realidad es siempre más sutil y compleja que las teorías que pretenden exhibirla, y que las ideas que no son capaces de adaptarse a la realidad terminan siempre por conseguir resultados opuestos a los que persiguen. En muchos momentos de su vida política, Esperanza Aguirre accedió a iniciativas reñidas con sus convicciones, porque no había más remedio, o para salvar al menos parcialmente su propia agenda. Pero, lo importante, a la hora de juzgar de manera de global su gestión, haciendo las sumas y las restas, es que nadie podrá negar que en toda su trayectoria aquellas son mucho más numerosas que éstas, y que por eso de ella se puede hacer el mejor elogio de un gobernante: que dejó la comunidad de la que fue responsable mucho -muchísimo- mejor de como la encontró.
Quisiera destacar un aspecto admirable de la política de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid: el apoyo a los exiliados y perseguidos políticos de Cuba. Ellos han sido siempre los parientes pobres entre todos los latinoamericanos que han debido dejar sus países por las amenazas y el acoso de que eran víctimas de parte del poder. Como, por una de esas aberraciones ideológicas de la que está repleta la época en que vivimos, la Revolución Cubana -pese al más de medio siglo de ruina económica y dictadura política que ha significado para la isla-, sigue gozando de una cierta intangibilidad moral ante la izquierda, el centro e incluso sectores de derecha, los exiliados cubanos han padecido la indiferencia y a veces la abierta hostilidad de los gobiernos democráticos españoles. La excepción, en esto, ha sido, gracias a Esperanza Aguirre, la comunidad madrileña, que ha ayudado a muchos de ellos a encontrar trabajo, a obtener los permisos correspondientes y a sobrellevar las inevitables penalidades del destierro.
Cuando fue ministra de Educación y Cultura del primer Gobierno del Partido Popular, la enemistad hacia Esperanza Aguirre de artistas, escritores, cineastas, periodistas, profesores, fue enorme y el ensañamiento contra lo que hacía y decía no conoció límites, sobre todo de los caricaturistas a los que, la inmutable calma con que la ministra ejercía su función como si la tempestad no fuera con ella, les atizaba la ferocidad. A juzgar por las barbaridades que le decían y atribuían, la educación y la cultura en España habían caído en manos de una antropófaga o poco menos. ¡Vaya injusticia! Pocos políticos he conocido que tengan más respeto por el trabajo creativo -artístico o intelectual- que Esperanza Aguirre y que hayan hecho más esfuerzos que ella, en su vida privada, en los escasos recreos que le deparaba su enloquecedora agenda de trabajo, para leer, asistir a conciertos o exposiciones y estar enterada del ir y venir de la vida cultural. Y, también, que haya llevado ese respeto al extremo de no haber querido nunca instrumentalizar las actividades artísticas en provecho personal.
Y, sin embargo, discretamente, lo que ella ha hecho para impulsar la vida cultural en su esfera de influencia ha sido enorme. A Esperanza se debe, en buena parte, que en las últimas décadas la oferta cultural en la comunidad madrileña se haya multiplicado por diez -dejando muy rezagadas a todas las otras ciudades y regiones de España, entre ellas a Cataluña, que en los años sesenta o setenta era la capital cultural de España-, y que esta vida cultural sea libre, diversa, múltiple, y, en ella, la iniciativa privada coexista con la pública.
¿Por qué ha renunciado a la política precisamente en este momento? En los últimos dos días he sentido vértigo leyendo todas las especulaciones al respecto. Que porque se le había reproducido el cáncer que padeció hace un par de años, que por discrepancias irreductibles con la política económica de Mariano Rajoy, que por querellas y animosidades en su propio partido, y otras todavía más fantasiosas. Aunque no tengo ninguna otra información que las que he leído en la prensa, creo que nada de eso es cierto. Y que probablemente dijo la verdad en su comparecencia televisiva: que había llegado el momento de retirarse para dar paso a gente más joven; que, después de treinta años de estar en la intensa brega política, quería poder dedicarse un poco más a esa familia que con tanta paciencia y generosidad la ha apoyado en estos años y la ha visto tan poco. Saber retirarse a tiempo, no enquistarse en el poder, ceder la posta a la nueva generación, forma parte, también, de la filosofía (y la coherencia) liberal.
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