A veces me pregunto si muchos de los problemas que nos aquejan hoy en día –nuestra crisis colectiva de valores, nuestra susceptibilidad a la publicidad, nuestro insaciable deseo de aparecer en televisión, nuestra pérdida de perspectiva histórica – no podrían atribuirse a un malhadado trozo de texto en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Como reflejo de la fe masónica en la magnificencia y el progresismo del destino, ese documento establece que “todos los hombres son creados iguales, y están dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre los cuales están el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Suele decirse que, en la historia de la fundación de naciones, este documento fue el primero en declarar explícitamente que el pueblo tiene derecho a la felicidad más que simplemente el deber de obedecer. Y a primera vista, efectivamente esto parece una afirmación revolucionaria, pero con el tiempo también ha provocado malas interpretaciones.
Se han escrito incontables volúmenes sobre la felicidad, desde tiempos de Epicuro y aun antes. Pero a mí me parece que nadie puede decir definitivamente lo que es realmente la felicidad. Si nos referimos a un estado permanente –la idea de que una persona pueda ser feliz a lo largo de toda su vida, sin experimentar jamás un momento de duda, sufrimiento o crisis-, una vida tal solo podría ser la de una idiota o la de alguien que vive por completo aislado del resto del mundo.
El hecho es que la felicidad -esa sensación de plenitud absoluta, de alborozo, de estar en las nubes- es efímera. Es episódica y breve. Es la alegría que sentimos por el nacimiento de un hijo, al descubrir que nuestros sentimientos de amor son correspondidos, al tener el boleto ganador de la lotería o alcanzar una meta por mucho tiempo acariciada: ganar un Óscar, el trofeo de la Copa Mundial o algún otro logro culminante. Puede ser provocada incluso por algo tan simple como un paseo por una hermosa extensión de campiña. Pero todos estos son momentos transitorios, después de los cuales eventualmente vendrán momentos de miedo y estremecimientos, de dolor y de angustia.
Tendemos a pensar en la felicidad en términos individuales, no colectivos. De hecho, muchos no parecen estar muy interesados en la felicidad de nadie más, tan absortos están en la agotadora búsqueda de la propia. Consideremos, por ejemplo, la felicidad que sentimos al estar enamorados: con frecuencia coincide con la desdicha de alguien que fue desdeñado, pero nos preocupamos muy poco por la decepción de esa persona pues nos sentimos absolutamente realizados por nuestra propia conquista.
La idea de la felicidad individual impregna el ámbito de la publicidad y el consumismo, en el que todo parece constituir un camino hacia una vida feliz: el humectante que nos devolverá la juventud, el detergente que elimina cualquier mancha, el sofá que tan milagrosamente podemos comprar a mitad de precio, la bebida que nos reconfortará después de la tormenta, la carne enlatada en torno a la cual se reúne jubilosa nuestra familia; incluso las toallas sanitarias que les evitan a las mujeres esos momentos de inhibición y bochorno.
Rara vez pensamos en la felicidad al momento de votar o de enviar a nuestros hijos a la escuela, pero casi siempre la tenemos en mente cuando compramos cosas inútiles. Y al comprarlas, pensamos que estamos disfrutando de nuestro derecho a buscar la felicidad.
Pero, a final de cuentas, no somos bestias desalmadas. En algún momento nos vamos a interesar por la felicidad de los otros. A veces eso sucede cuando los medios nos muestran la desgracia en su extremo: niños que mueren de hambre mientras son devorados por moscas, pueblos enteros devastados por enfermedades incurables o barridos por enormes marejadas. En esos momentos no solo pensamos en la desgracia de los demás, sino que podemos sentirnos impulsados a ayudar. (Y, si de paso nos ganamos una deducción de impuestos, pues ni modo.)
Quizá la Declaración de Independencia debió de haber dicho que todos los hombres tienen el derecho y el deber de reducir la infelicidad del mundo, la propia y la ajena. Quizá entonces habría más estadounidenses que entendieran, por ejemplo, que a nadie le conviene oponerse a la ley de atención médica accesible. Por supuesto, como son las cosas, muchos siguen oponiéndose a ella a causa de la equivocada sensación de que esa ley les obstaculizará ejercer otro derecho al parecer inalienable: la búsqueda de felicidad fiscal.
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