16 de novembro de 2013

Pobrecitos poderosos, Moisés Naím


Cada vez más difícil de ejercer, el analista Moisés Naím define los cambios en la lucha por el poder entre los antiguos actores dominantes y los micropoderes

El poder es aquello con lo que logramos que los otros tengan conductas que de otro modo no habrían adoptado, la capacidad de dirigir o impedir las acciones actuales o futuras de otros grupos o individuos. De esto trata el último libro de Moisés Naím, que piensa que ese poder no solo garantiza la dominación o el establecimiento de una relación de vencedores y perdedores (función social negativa), sino que además organiza comunidades, la sociedad, los mercados y el mundo (función social positiva). Hobbes lo explicó muy bien: como el ansia de poder es primitiva, se deduce que los seres humanos son intrínsecamente conflictivos y competitivos; si se les deja que expresen su naturaleza sin la presencia de un poder que les inhiba y les dirija, lucharían entre sí hasta que no quedase nada por lo que luchar, pero si obedecieran a un “poder común” podrían orientar sus esfuerzos a construir la sociedad en vez de a destruirla.
La mayoría de los analistas piensan que la característica más nítida del poder en la primera parte del siglo XXI es su concentración: la presencia de grandes empresas y entidades financieras “demasiado grandes para quebrar”, la fortaleza de unos mercados que tienden al oligopolio o al monopolio, los políticos de las grandes potencias que sirven a los primeros (el dinero y el poder se refuerzan mutuamente y crean barreras prácticamente impenetrables para sus rivales), las élites extractivas que trabajan por su propio interés y no por el bien común, etcétera. El pensador venezolano asentado en Estados Unidos no comparte esta tesis: existiendo esa concentración del poder, no es su principal característica sino la creciente limitación de la acción de los poderosos, cuya práctica pública se dispersa cada vez más. “Afirmo”, dice Naím, “que el poder se está volviendo más frágil y vulnerable”.
Afirmo”, dice Naím,
“que el poder se está volviendo más frágil
y vulnerable”
Así, el peligro para la democracia no sería la dictadura de los mercados y los monopolios en los que el poder se concentra de modo indeseable, sino el otro extremo: las situaciones en las que el poder está demasiado fragmentado, diseminado y descompuesto, lo que genera caos y anarquía. El problema principal no son los plutócratas sino los micropoderes, una nube de actores cuya fragmentación crea situaciones de obstrucción sistemática, la paralización o la demora en la toma de decisiones. Así, nadie tiene el poder suficiente para hacer lo que se sabe que ha de hacerse. Es por ello por lo que las democracias comienzan a perder eficacia a medida que las decisiones necesarias y urgentes que deben tomar los Gobiernos se ven impedidas, diluidas o pospuestas como resultado de la fragmentación del poder y la proliferación de grupos o individuos con capacidad para bloquear procesos y decisiones, pero sin el poder de imponer un programa o una estrategia.
Si existe un riesgo para las democracias este no vendría, pues, de la concentración de poder por parte de las élites o de amenazas convencionales modernas (por ejemplo, la hegemonía de China) o premodernas (el islam radical), sino del interior de las sociedades con el auge de movimientos que expresan o aprovechan la indignación social, desde los nuevos partidos de extrema derecha o extrema izquierda enEuropa o Rusia hasta el movimiento del Tea Party en Estados Unidos. Por un lado, cada uno de esos movimientos en expansión es una manifestación de la degradación del poder, porque deben su influencia al deterioro de las barreras que protegían a los poderosos de siempre. Por la otra, la rabia incipiente que expresan se debe en gran parte a la alienación producida por la caída de los indicadores tradicionales del orden y la seguridad económica. Aquí, Naím da un paso más por cuanto considera que el hecho de que busquen su brújula en el pasado (“la nostalgia por la URSS, las lecturas dieciochescas de la Constitución de Estados Unidos con personajes vestidos de época, las arengas deOsama Bin Laden sobre el reestablecimiento del califato, los panegíricos de Hugo Chávez sobre Simón Bolívar”) revela hasta qué punto la degradación del poder, si no nos adaptamos a ella y la orientamos al bien social, puede acabar siendo contraproducente y destructiva.
La degradación del poder —y no su concentración— se debe a tres revoluciones que han transformado la realidad social del planeta: la delmás (cada vez hay más abundancia de todo), la de la movilidad (ese “más” se mueve más que nunca, llega a todas partes y a menor coste) y la de la mentalidad (las expectativas de la población crecen a más velocidad que la capacidad de cualquier Gobierno para satisfacerlas).
El libro de Naím es muy polémico. Lo que defiende está en contra de las percepciones de la mayoría de los analistas y, sobre todo, de las percepciones de los perdedores de la crisis que el mundo está sufriendo, la más larga en las últimas ocho décadas, que entienden que los principales responsables de la misma son los poderosos que han abusado de su posición (el célebre 1% de la cúspide), y no los micropoderes que han reaccionado a esta polarización de las clases sociales, con todos sus defectos. Los que estén en contra de esta tesis habrán de trabajar bastante para contraponer la multitud arrolladora de datos empíricos que posee, y asimismo evitar los defectos de la simplificación y las culpas monocausales, ya que la degradación del poder crea, al parecer del autor de este ensayo, un terreno fértil para los demagogos recién llegados, que explotan los sentimientos de desilusión respecto a los poderosos, prometen cambios y se aprovechan del desconcertante ruido creado por la profusión de actores, voces y propuestas.

El fin del poder. Moisés Naím. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. Debate. Barcelona, 2013. 433 páginas. 21,90 euros

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