En democracia nadie puede enseñar fanatismos que lleven a considerar al diferente como un enemigo
JUAN CARLOS TEDESCO / Universidad Nacional
de San Martín (Argentina)
El debate sobre los vínculos entre la educación -más precisamente, entre la escuela- y la religión –más precisamente, las Iglesias- , tiene una larga historia, con significados diferentes según los momentos y los contextos sociales en los cuales tuviera lugar. Sin embargo y a pesar de esa prolongada historia, no es un debate acabado sino todo lo contrario. Sus formas y sus contenidos se renuevan en forma permanente y hoy asistimos a una nueva etapa donde se han modificado profundamente el lugar que la religión y sus instituciones ocupan en la cultura y en la sociedad y, en consecuencia, los términos con los cuales la escuela enfrenta o debe enfrentar, las tensiones que genera este vínculo.
El punto de partida de este análisis es alejar cualquier pretensión de homogeneizar o de universalizar sus contenidos. Es necesario, al contrario, ubicarlo en su contexto histórico, cultural y político. En sus orígenes, al menos en el mundo católico- occidental, el debate giró alrededor de la religión como contenido curricular. La escuela pública obligatoria surgió como un espacio de socialización que pretendía superar los particularismos de tipo religioso, étnico o, en algunos casos, lingü.stico. El laicismo fue la expression de esta visión de la política educativa. Su postulado básico consistía en sostener que el espacio público no debía ser un espacio que dividiera según creencias religiosas, las cuales debían permanecer en el ámbito de las decisiones privadas. El laicismo, desde este punto de vista, estaba asociado a la neutralidad religiosa, la libertad de conciencia y, en términos políticos, reflejaba el proceso creciente de secularización y de separación entre la Iglesia Católica y el Estado. La Iglesia, por su parte, reivindicaba el derecho de enseñar religión en las escuelas, identificando moral con religión y reivindicando la identidad cultural católica de la mayor parte de la población.
El debate histórico sobre el laicismo, que tuviera lugar a fines del siglo XIX y durante la primera parte del siglo XX, es suficientemente conocido. Los cambios culturales producidos desde entonces han sido muy profundos y no han seguido tendencias lineales ni ajustadas a las previsiones de los análisis sociales. Los datos de encuestas internacionales muestran, por un lado, un poder declinante de la religión institucionalizada. Por el otro, en cambio, parece aumentar la importancia de la religión en la población joven. La asociación que la sociología clásica establecía entre el avance de la educación y el retroceso de las creencias religiosas está lejos de ser verificada empíricamente. Si bien ese fenómeno se registra en la población europea, no es el caso de los EEUU. Asimismo, tampoco parece ser el caso de la población joven europea de origen inmigratorio, que tiende a incorporar la religión como una dimensión importante de su identidad cultural. Distinto es, incluso, el caso de América Latina donde la religión y la Iglesia han estado asociadas tanto a movimientos juveniles revolucionarios como a las reacciones más autoritarias y conservadoras.
Las dimensiones de este tema son complejas y aquí solo quisiéramos referirnos a las consecuencias sobre la educación formal. Para decirlo de la manera más sintética posible, se puede sostener la necesidad de conservar la idea original según la cual el laicismo está destinado a promover valores comunes por encima de los particularismos religiosos pero hay que discutir, en cambio, la posibilidad de promover esos valores comunes desconociendo la dimensión religiosa de las personas. A diferencia del laicismo clásico, su nuevo significado permitiría definirlo como una instancia curricular desde la cual se podría transformar la escuela pública en un encuentro entre diferentes, promoviendo la cohesión a partir del conocimiento y el respeto a las diferencias y no de su ignorancia o indiferencia.
Este debate asume hoy gran importancia en algunos países de larga tradición laica, como es el caso de Francia. Pero me parece necesario destacar que el debate tiende a concentrarse sobre lo que sucede en las escuelas públicas administradas por el Estado. Se subestima, en cambio, la discusión acerca de la enseñanza de la religión en los centros escolares privados, administrados por las distintas Iglesias o por sus representantes. Desde este punto de vista, estimo que la exigencia de enseñar religión dentro de un espíritu de tolerancia y de respeto al diferente es una exigencia especialmente válida para los centros privados. En definitiva, en países democráticos, nadie puede enseñar fanatismos ni fundamentalismos que lleven a considerar al diferente como un enemigo.
¿Qué significa esto? Significa que la enseñanza de la(s) religión(es) debe darse en el marco de una educación dirigida a formar personas y ciudadanos respetuosos de los derechos humanos y de la diversidad de identidades culturales o religiosas, solidarios, activos defensores de la paz y del diálogo como forma de resolución de los conflictos. Desde esta perspectiva, no sería admisible, por ejemplo, que se enseñe una determinada religión (católica, judía, islámica, evangélica, etc.) promoviendo la concepción según la cual el otro es un impío, hereje, representante del Mal o un enemigo.
Este peligro no es una abstracción. El fundamentalismo es un fenómeno que ha recobrado vigencia y notable virulencia en el mundo actual, que asiste a guerras de nuevo tipo, la mayor parte de las cuales se llevan a cabo invocando creencias religiosas. Pero no se trata solo de una postura defensiva frente al peligro del fundamentalismo. En el marco de procesos de construcción de sociedades más justas, necesitamos formar ciudadanos y élites dirigentes éticamente comprometidas con la justicia social, el respeto a los derechos humanos, a la paz y la solidaridad.
La historia de nuestros países ha dado reiterados ejemplos que nos demuestran que ética y religión no son sinónimos. Desde el punto de vista de las políticas públicas, se puede sostener que solo si la formación religiosa contribuye a la formación ética democrática, es susceptible de ser transmitida por las escuelas, sean de gestión estatal o privada. El Estado tiene la obligación de supervisar estas formas de enseñanza para que este mandato se cumpla.
Pero la exigencia de fortalecer la formación ética en las escuelas también vale para los centros de gestión estatal. Desde este punto de vista, los contenidos del laicismo tradicional ya no constituyen una fuerza capaz de orientar el comportamiento ciudadano democrático. El proceso de secularización ha avanzado profundamente en la sociedad pero los desafíos éticos que enfrentamos son inéditos. Siguiendo a Habermas, hoy los ciudadanos estamos enfrentando cuestiones cuyo peso moral supera ampliamente los dilemas políticos tradicionales. Manipular o no el capital genético de las personas, cambiar profundamente nuestros hábitos de consumo para garantizar la sustentabilidad del desarrollo social, asumir reflexiva y concientemente conductas solidarias que permitan la inclusión social de todos los ciudadanos son, entre otros, desafíos éticos muy exigentes. La escuela -desde la básica hasta la universidad- debe reflexionar acerca de las experiencias cognitivas y éticas que pueden programarse en su espacio de acción, para contribuir al desarrollo de la capacidad moral para enfrentar estos desafíos.
En un contexto de este tipo, admitamos que tanto la Escuela como la Iglesia tienen un desafío común: fortalecer su capacidad para enseñar los valores centrales para el logro de uno de los pilares básicos de la educación del siglo XXI: aprender a vivir juntos.
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