Hace unas semanas, Stephen Hawking cumplió 70 años y la Universidad de Cambridge, donde todavía dirige el Centro de Cosmología Teórica, le organizó un homenaje que llevó hasta allí a los más destacados astrofísicos del mundo. La ocasión fue propicia para que la imagen de esta auténtica celebridad mediática británica, acurrucada en una silla de ruedas, volviera a reproducirse miles de veces en las páginas de los diarios, revistas, sitios de Internet y hasta en los noticieros de la TV.
Como sucede en cada una de sus apariciones, ya sea que hable sobre su trabajo acerca del origen del tiempo y el espacio, que lance alguna frase sobre una eventual invasión de extraterrestres o, como en su última entrevista con New Scientist , que se refiera a su dificultad para entender a las mujeres, Hawking siempre captura el interés del público. ¿Cómo se convirtió aquel joven torpe que a los 21 años recibió un diagnóstico devastador de esclerosis lateral amiotrófica (una enfermedad que lo liquidaría en un par de años y a la que sin embargo sobrevivió cinco décadas) en el ídolo que atrae a multitudes?
Parte de la respuesta tal vez se encuentre en el artículo que firma Luis Ariza en El País Semanal , la revista que acompañó la edición del último domingo del diario madrileño, donde a propósito de la publicación de un nuevo libro sobre el científico se pasa revista a los aspectos más mundanos de su vida, como sus dos divorcios y las exigencias de la fama. Las fotos muestran a un joven flacucho y corto de vista, invariablemente sonriendo, el día de su matrimonio, teniendo en brazos a uno de sus tres hijos, durante un vuelo de gravedad cero, con Obama y hasta en un episodio de los Simpson... Más allá de sus aportes científicos, Hawking encarna la belleza de lo genuinamente humano: el humor para enfrentar la adversidad, las ansias de vivir y la audacia de un cerebro que recorre los confines del universo anclado a un cuerpo que sólo puede mover dos músculos de la mejilla. Si eso no basta para hacer a un ídolo...
La Nación
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