El lenguaje de las tecnologías de la información ha puesto de moda los verbos y los conceptos de la navegación para explicar los procesos cognitivos vinculados con el acceso al conocimiento. No sorprende, por ello, que pensemos a la escuela como un instrumento propio de los buques que nos permiten ingresar y transitar por ese universo. Desde este punto de vista, la historia de la escuela está asociada a la tarea de construir una especie de ancla que fije al sujeto a la sociedad, a la cultura, al grupo social, a la profesión o a cualquier otra dimensión significativa del orden social al cual cada uno pertenece. Las metáforas con las cuales se intentó describir esta función de la escuela fueron cambiando según el marco ideológico desde el cual se formulaban esos postulados: “Segundo hogar”, “aparato ideológico del Estado”, “vaca sagrada”, por ejemplo, fueron algunas de las más populares. En términos más académicos, la idea del ancla reflejaba la función de la escuela como pilar fundamental de la cohesión social y desde allí se justificaban, o se criticaban, sus procedimientos, sus modalidades de acción y sus resultados.
En las últimas décadas, este enfoque ha entrado en crisis incluso para aquellos que se ubican y defienden las corrientes de pensamiento de orientación conservadora. Ha sido habitual, particularmente desde los años ’90 en adelante, que las voces que proclaman la necesidad de una “revolución educativa” sean las de los representantes de la derecha política y, desde el punto de vista teórico, las de los investigadores y académicos que provienen de una tradición de pensamiento a-crítico.
Esta suerte de banalización de la necesidad de cambios profundos se explica por la dinámica que ha adquirido el capitalismo. Estamos atravesando un período de transformaciones en todas las dimensiones de la sociedad, una de cuyas características es la velocidad con la cual se producen. En ese contexto, es muy difícil evitar el sentimiento de estar transmitiendo o produciendo conocimientos que serán obsoletos rápidamente. Incluso los dispositivos que utilizamos para esa transmisión cambian en forma incesante. Ya no solo percibimos a los libros como un objeto del pasado, sino también a muchos de los aparatos que hasta hace pocos años se presentaban como novedosos. En síntesis, y parafraseando a Bauman, hoy no necesitamos anclas. Al contrario, las anclas pueden impedir nuestros movimientos y nuestra capacidad de adaptarnos a los cambios que requiere una sociedad basada en la innovación permanente.
Abandonar el ancla puede darnos libertad de movimientos, pero no nos dice adonde queremos ir ni cuál es el camino que debemos recorrer. La tarea de la escuela, en una sociedad donde los cambios son permanentes y abunda la información localizada en numerosos sitios dispersos en el espacio, debería ser proporcionar a los sujetos el instrumento que les permita navegar con un rumbo claro. Es aquí donde la metáfora de la brújula puede ser estimulante. Si levantamos el ancla y estamos libres para navegar, debemos disponer de una brújula que nos indique donde está el norte.
Para seguir con la metáfora, es necesario asumir que construir y manejar una brújula es mucho más exigente que un ancla. Ya no alcanza con incorporar los contenidos propios del mundo que me rodea sino que debo, en primer lugar, defi nir cuál es el norte hacia donde quiero dirigirme. En este punto, los desafíos no son solo cognitivos, sino también políticos, sociales, éticos y culturales. Dos cuestiones resumen estas exigencias en la construcción de la brújula. La primera de ellas se refi ere a la defi nición del “norte”, tanto desde el punto de vista de la metodología como de los contenidos. Las opciones, esquemáticamente presentadas, se ubican entre un norte basado en la idea de un proyecto colectivo orientado a la construcción de sociedades más justas o un proyecto individual basado en la exclusión, la marginalidad y la ausencia de solidaridad. La segunda cuestión está vinculada a la calidad de la brújula. Para que todos puedan navegar con las mismas posibilidades de llegar a su destino, es fundamental que la calidad de la brújula sea la misma para todos.
Como vemos, más allá de las metáforas, la verdadera revolución educativa que tenemos por delante se concentra en proporcionar a todos una educación que les permita convertirse en sujetos de su propio destino.
JUAN CARLOS TEDESCO
Universidad Nacional de San Martín (Argentina)
En las últimas décadas, este enfoque ha entrado en crisis incluso para aquellos que se ubican y defienden las corrientes de pensamiento de orientación conservadora. Ha sido habitual, particularmente desde los años ’90 en adelante, que las voces que proclaman la necesidad de una “revolución educativa” sean las de los representantes de la derecha política y, desde el punto de vista teórico, las de los investigadores y académicos que provienen de una tradición de pensamiento a-crítico.
Esta suerte de banalización de la necesidad de cambios profundos se explica por la dinámica que ha adquirido el capitalismo. Estamos atravesando un período de transformaciones en todas las dimensiones de la sociedad, una de cuyas características es la velocidad con la cual se producen. En ese contexto, es muy difícil evitar el sentimiento de estar transmitiendo o produciendo conocimientos que serán obsoletos rápidamente. Incluso los dispositivos que utilizamos para esa transmisión cambian en forma incesante. Ya no solo percibimos a los libros como un objeto del pasado, sino también a muchos de los aparatos que hasta hace pocos años se presentaban como novedosos. En síntesis, y parafraseando a Bauman, hoy no necesitamos anclas. Al contrario, las anclas pueden impedir nuestros movimientos y nuestra capacidad de adaptarnos a los cambios que requiere una sociedad basada en la innovación permanente.
Abandonar el ancla puede darnos libertad de movimientos, pero no nos dice adonde queremos ir ni cuál es el camino que debemos recorrer. La tarea de la escuela, en una sociedad donde los cambios son permanentes y abunda la información localizada en numerosos sitios dispersos en el espacio, debería ser proporcionar a los sujetos el instrumento que les permita navegar con un rumbo claro. Es aquí donde la metáfora de la brújula puede ser estimulante. Si levantamos el ancla y estamos libres para navegar, debemos disponer de una brújula que nos indique donde está el norte.
Para seguir con la metáfora, es necesario asumir que construir y manejar una brújula es mucho más exigente que un ancla. Ya no alcanza con incorporar los contenidos propios del mundo que me rodea sino que debo, en primer lugar, defi nir cuál es el norte hacia donde quiero dirigirme. En este punto, los desafíos no son solo cognitivos, sino también políticos, sociales, éticos y culturales. Dos cuestiones resumen estas exigencias en la construcción de la brújula. La primera de ellas se refi ere a la defi nición del “norte”, tanto desde el punto de vista de la metodología como de los contenidos. Las opciones, esquemáticamente presentadas, se ubican entre un norte basado en la idea de un proyecto colectivo orientado a la construcción de sociedades más justas o un proyecto individual basado en la exclusión, la marginalidad y la ausencia de solidaridad. La segunda cuestión está vinculada a la calidad de la brújula. Para que todos puedan navegar con las mismas posibilidades de llegar a su destino, es fundamental que la calidad de la brújula sea la misma para todos.
Como vemos, más allá de las metáforas, la verdadera revolución educativa que tenemos por delante se concentra en proporcionar a todos una educación que les permita convertirse en sujetos de su propio destino.
JUAN CARLOS TEDESCO
Universidad Nacional de San Martín (Argentina)
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