Alrededor del mundo inquietan las crecientes consecuencias de estudiantes de distintas edades que entran en depresiones laberínticas, se ensimisman en monólogos, maniatados ante la propia imposibilidad de interacción social. Silencian sus posturas y opiniones para evitar la descalificación permanente, y algunos invitan incluso a las ideas autodestructivas a habitar en su mente.
Los adultos, aunque inquietos con el tema, no logran jugar un papel activo frente a esta problemática. El matoneo entre jóvenes está diseñado para ser invisible ante los ojos del adulto (de aquí que muchos casos se manifiesten a través de redes sociales, vías de comunicación virtual, en los descansos o en los espacios libres de la observación de padres o profesores). Muchos niños y jóvenes se han encontrado solos frente al matoneo, sin herramientas concretas de apoyo para resolverlo, perpetuando la “ley del silencio” que sólo empeora el problema.
De acuerdo con estadísticas recientes, alrededor del 30% de los estudiantes están afectados directamente por el matoneo o lo ejercen sobre sus pares. Colombia (al igual que otros países latinoamericanos) maneja cifras más altas que el promedio mundial en términos de acoso escolar, lo que reafirma una estructura social violenta que se delata, desde sus protagonistas en desarrollo, en una dificultad profunda de ver al otro, de amarlo o de, al menos, aceptarlo en su construcción singular y única.
Al interior de los colegios se insiste constantemente en el “respeto al otro”. Existen campañas de todo tipo, discursos y proyectos educativos institucionales basados en valores y manuales de convivencia. Incluso el nuevo Código de Policía habla de sanciones penales para estudiantes que incurran en esta práctica (o sus padres, en el caso de que la conducta no sea corregida prontamente). A pesar de esto, las cifras no disminuyen. Bienvenidas todas las medidas, pero vale la pena preguntarnos si el foco de inquietud está errado.
Los colegios deberían incluir en sus currículos y en sus planes de gestión la noción de “sí mismo”, acompañando a niños y a jóvenes a repasar su biografía, a acercarlos a la comprensión del origen de sus creencias y verificando si realmente están de acuerdo con ellas o sólo responden a contenidos que les han “inculcado”. Es fundamental guiarlos a descubrir caminos hondos de autoconocimiento, a entender sus dolores, sus vacíos, sus herramientas afectivas y sus miedos; invitarlos a revisar los conceptos rígidos (y sólo convenientes a corto plazo) de “éxito” y “fracaso” como única vía para ser válidos en un determinado contexto social.
Hay que darles la mano y crear catapultas que los lleven a explotar sus potenciales emocionales, en vez de llenar listas de chequeo de condiciones que otros han definido para ellos. Si se acude inicialmente a la mirada sobre “sí mismo” (tanto en agredidos, como en agresores) avanzará más fluidamente la pregunta por el otro, entendiendo con más claridad por qué ese otro me afecta, por qué no lo soporto, por qué le tengo miedo, qué representa en mi historia o a quién se parece, si cumple con lo que me enseñaron que era o no válido o por qué creo que me debo defender de él. Sólo a través de la pregunta sobre qué significa “el otro” en mí, es posible resignificar el lazo con él.
Enseñar a mirar para adentro, constituye el puente a no juzgar, a no rotular. Lograr que niños y jóvenes se percaten de que todos tienen fortalezas y fragilidades puede lograr que se abran a la diversidad y amplíen los nortes mentales hacia la pluralidad, meta que las generaciones hasta ahora no han alcanzado de manera satisfactoria. Se trata de dejar agonizar el currículo oculto, haciendo explícita la formación emocional de niños y jóvenes, como la oportunidad de que las nuevas generaciones dejen de heredar las maneras violentas y excluyentes que han dado forma a muchos defectos de nuestra sociedad .
* Psicóloga Pontificia Universidad Javeriana, Colegio José Max León.
Los adultos, aunque inquietos con el tema, no logran jugar un papel activo frente a esta problemática. El matoneo entre jóvenes está diseñado para ser invisible ante los ojos del adulto (de aquí que muchos casos se manifiesten a través de redes sociales, vías de comunicación virtual, en los descansos o en los espacios libres de la observación de padres o profesores). Muchos niños y jóvenes se han encontrado solos frente al matoneo, sin herramientas concretas de apoyo para resolverlo, perpetuando la “ley del silencio” que sólo empeora el problema.
De acuerdo con estadísticas recientes, alrededor del 30% de los estudiantes están afectados directamente por el matoneo o lo ejercen sobre sus pares. Colombia (al igual que otros países latinoamericanos) maneja cifras más altas que el promedio mundial en términos de acoso escolar, lo que reafirma una estructura social violenta que se delata, desde sus protagonistas en desarrollo, en una dificultad profunda de ver al otro, de amarlo o de, al menos, aceptarlo en su construcción singular y única.
Al interior de los colegios se insiste constantemente en el “respeto al otro”. Existen campañas de todo tipo, discursos y proyectos educativos institucionales basados en valores y manuales de convivencia. Incluso el nuevo Código de Policía habla de sanciones penales para estudiantes que incurran en esta práctica (o sus padres, en el caso de que la conducta no sea corregida prontamente). A pesar de esto, las cifras no disminuyen. Bienvenidas todas las medidas, pero vale la pena preguntarnos si el foco de inquietud está errado.
Los colegios deberían incluir en sus currículos y en sus planes de gestión la noción de “sí mismo”, acompañando a niños y a jóvenes a repasar su biografía, a acercarlos a la comprensión del origen de sus creencias y verificando si realmente están de acuerdo con ellas o sólo responden a contenidos que les han “inculcado”. Es fundamental guiarlos a descubrir caminos hondos de autoconocimiento, a entender sus dolores, sus vacíos, sus herramientas afectivas y sus miedos; invitarlos a revisar los conceptos rígidos (y sólo convenientes a corto plazo) de “éxito” y “fracaso” como única vía para ser válidos en un determinado contexto social.
Hay que darles la mano y crear catapultas que los lleven a explotar sus potenciales emocionales, en vez de llenar listas de chequeo de condiciones que otros han definido para ellos. Si se acude inicialmente a la mirada sobre “sí mismo” (tanto en agredidos, como en agresores) avanzará más fluidamente la pregunta por el otro, entendiendo con más claridad por qué ese otro me afecta, por qué no lo soporto, por qué le tengo miedo, qué representa en mi historia o a quién se parece, si cumple con lo que me enseñaron que era o no válido o por qué creo que me debo defender de él. Sólo a través de la pregunta sobre qué significa “el otro” en mí, es posible resignificar el lazo con él.
Enseñar a mirar para adentro, constituye el puente a no juzgar, a no rotular. Lograr que niños y jóvenes se percaten de que todos tienen fortalezas y fragilidades puede lograr que se abran a la diversidad y amplíen los nortes mentales hacia la pluralidad, meta que las generaciones hasta ahora no han alcanzado de manera satisfactoria. Se trata de dejar agonizar el currículo oculto, haciendo explícita la formación emocional de niños y jóvenes, como la oportunidad de que las nuevas generaciones dejen de heredar las maneras violentas y excluyentes que han dado forma a muchos defectos de nuestra sociedad .
* Psicóloga Pontificia Universidad Javeriana, Colegio José Max León.
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