América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo. Incluso en los países más equitativos de la región, como Costa Rica y Uruguay, los niveles de desigualdad están por encima de los promedios mundiales para países con el mismo nivel de desarrollo. Esta desigualdad "excesiva" es, a la vez, causa y resultado de un proceso de crecimiento accidentado, volátil y discontinuo. Y es el origen de lo que se ha llamado un exceso de pobreza por un exceso de la desigualdad.
En el Informe de la Oficina Regional del PNUD sobre la evolución de la desigualdad que hoy se presenta, se analizaron en detalle los cambios observados en la desigualdad en países de la región a partir del año 2000. El estudio muestra una reducción en la desigualdad en 12 de los 17 países analizados, a un ritmo de 1.1% por año (medida por el coeficiente de Gini). Esta reducción en la desigualdad a nivel regional no ha sido suficiente, sin embargo, para que Latinoamérica abandone el puesto como la región más desigual del mundo. Latinoamérica sigue siendo casi 20% más desigual que el África subsahariana, 37% más desigual que el este de Asia y 65% más desigual que el conjunto de los países desarrollados.
Reconociendo el descenso de desigualdad en la región como tal, se observa un patrón heterogéneo a nivel de cada país. Influyen en ello los factores demográficos; los relacionados con el ciclo económico; la composición sectorial de la producción y los precios internacionales de commodities, así como elementos relacionados con una mayor o menor cobertura de programas sociales con una mejor incidencia distributiva. La conclusión del trabajo, muestra que los países en donde la reducción en la desigualdad es mayor y podría ser menos vulnerable al ciclo económico son precisamente aquellos en donde han existido intervenciones deliberadas y bien diseñadas de la acción pública en materia de políticas sociales, laborales y educativas, así como de acceso a los mercados. En Brasil, Chile y México la reducción de la desigualdad está asociada a una consistente política redistributiva del Estado.
Los promedios de ingresos en América Latina a menudo esconden más de lo que enseñan. Con frecuencia, estas mediciones encubren la realidad de grupos específicos que no ostentan los mismos avances que el resto de la población, manteniendo su nivel de rezago y discriminación social, y cuya posición no se ve reflejada en las estadísticas nacionales.
En Latinoamérica y el Caribe, desafortunadamente, los altos niveles de desigualdad y su persistencia reflejan estos diferentes rostros, algunos de ellos menos explorados y con más débiles respuestas de las políticas públicas. Basta mencionar las desigualdades territoriales, intergrupales, en el acceso a activos y mercados o en la calidad y la cobertura de servicios públicos. También existen desigualdades en la capacidad del sistema público para responder a las demandas diferenciadas de grupos específicos. Todas estas dimensiones son relevantes en su ámbito y requieren respuestas explícitas de política.
Es por eso por lo que se vienen proponiendo metodologías para ajustar el Índice de Desarrollo Humano (IDH), otorgándole mayor peso a los individuos y dimensiones más rezagados, y muestra que en los dieciocho países de la región analizados el IDH disminuye considerablemente al ser ajustado por desigualdad.
El reto sigue siendo de gran magnitud. Millones de personas viven todavía en condiciones de pobreza extrema, y los riesgos de reversión de lo logrado debido a la reciente crisis económica son reales. Los países de la región mantienen un mercado laboral segmentado y heterogéneo, que excluye social y económicamente a una proporción significativa de los trabajadores. Se siguen observando elevadas tasas, no sólo de desempleo sino de informalidad, una alta proporción de mano de obra con bajos niveles de ingresos y una marcada desigualdad entre diferentes grupos, lo que afecta particularmente a las mujeres y a la población indígena y afrodescendiente.
La crisis puede tener efectos diferenciados entre hombres y mujeres y la política pública puede reproducir estas desigualdades. Por ejemplo, los programas de estímulo, en general, tienen un sesgo hacia el empleo masculino, como es el caso de los programas de gran infraestructura, más intensivos en mano de obra masculina. Es necesario crear opciones de empleo ante la crisis que ofrezcan una oportunidad para el empleo femenino, en servicios de cuidado y extensión de la red social y mediante obras pequeñas de infraestructura social local.
Las dimensiones referentes al territorio, origen étnico, género y raza deben recuperarse de manera explícita en el diseño de políticas por la equidad. Prácticamente en todos los países el diseño de intervenciones y su evaluación se elaboran en base a promedios territoriales, lo que puede llevar a errores en asignación de recursos.
Como establece este primer Informe Regional que hoy nos ocupa, la desigualdad es disuasiva para el avance en desarrollo humano, porque tiende a perpetuarse entre generaciones a nivel de hogar y porque resulta en trampas sistémicas que perpetúan la heterogeneidad en acceso a oportunidades y espacio de elección efectiva. Es por esto por lo que la política social en la región debe ser diseñada para combatir y no profundizar la segmentación social. Es necesaria una política social con una visión más amplia que, al diseñar y aplicar planes sociales se preocupe por alcanzar un crecimiento con redistribución. Algo tan largamente esperado.
Enrique V. Iglesias es Secretario General Iberoamericano
El País
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