Por Alejandro Rozitchner
Especial para lanacion.com
Lunes 23 de mayo de 2011 | 02:02
Como todo el mundo sabe, a los filósofos nos pasa de no entender las cosas más elementales. De esa posición de relativa imbecilidad (que se ha gustado denominar "asombro" para darle un tinte más benigno) derivan las preguntas que nos hacemos, básicas, a veces excesivamente elementales. Responder es otro precio, y ahí el filósofo se pone más artista o literato, acepta aun más sus limitaciones pero también las disfruta, y procede a decir lo que le viene a la cabeza, con el riesgo de que muchos de sus oyentes o lectores pasen al acto y le digan cosas desagradables que pongan en evidencia su patología.
Fui a comprar café y galletitas y me apareció la pregunta ¿para qué son los hijos? En realidad es para mí una vieja cuestión, abierta mucho antes de que la experiencia de la paternidad llegara a mi vida. Antes de querer tener hijos interrogaba a la existencia tratando de entender qué hacía que una persona quisiese procrear, tener descendencia. No me parecía mal, claro, pero no lo entendía. Un amigo me aclaró el tema, otro filósofo, cuando me dijo, un día: "tener hijos es una experiencia afectiva". Ah, dije o sentí yo, claro, es eso.
Como ahora soy grande y tengo tres hijos sé mucho más de qué se trata y se me ocurren variadas respuestas que quiero compartir con uds, hijos lectores, padres lectores, porque a veces me parece que el desconocimiento es general:
Los hijos son para hacer fotos y videos. Uno se vuelve un cholulo extremo, como si estuviese en presencia de la más notable estrella de Hollywood o como si el nene fuera George Harrison. Queremos retener cada segundo, duplicar el placer de tenerlos haciendo copias perfectas, acumular infinitamente sus momentos. Disfrutamos de su presencia y paladeamos su ausencia, mirando esas imágenes que nos hacen muchas veces más conscientes aun de la maravilla de su ser.
Los hijos son, sí, para quererlos, y así, también, para que la capacidad de querer se haga más grande. Desde que fui padre tengo la sensación de que el fondo de la existencia es más cálido, que está acolchonado, y tengo menos motivos para asomarme a visiones del mundo angustiadas y descorazonadoras. Esa capacidad de querer incrementada se vuelca también sobre las demás realidades, da sentido a muchos proyectos personales e incentiva la producción de ganas en otros variados campos de posibilidad. Los hijos decantan como un poder personal incrementado.
Los hijos son para asomarse a la muerte. Uno entiende más cómo es la vida. Ese que llega pone en evidencia el sistema de aparición en el mundo de la forma más patente que pueda darse, y por ende da a entender también que la natural culminación del proceso está en el horizonte. Y que uno está más cerca de ella, ahora que es grande y fue capaz de ser padre. (Sí, no toda paternidad, o maternidad, es garantía de adultez, pero no puede negarse que implica un incentivo notable hacia la maduración). Así, podemos decir que los hijos son también para aprender a morir, para sentir incluso que la desaparición personal ya no es tan grave como parecía antes, porque la realidad que continúa tras nuestra aniquilación futura nos parece ahora más valiosa y consistente.
Tener hijos es para relativizarse, para ponerse un poco entre paréntesis, para suavizar el arrasador narcisismo que nos hace estar extasiados frente a nosotros mismos preguntándonos constantemente acerca de nuestro sentido y nuestro valor, muchas veces quietos y cautos ante las respuestas posibles, en vez de tomar el más valioso camino de la expresión y el riesgo. Los nenes te dicen: ¿podés dejar de estar tan pendiente de vos mismo y prepararme una lechita chocolatada? Los hijos nos echan al mundo, al mundo en el que están como protagonistas centrales de la película en la que ahora hemos pasado a ser actores de reparto. Paradójicamente, este rol secundario resulta en muchos sentidos liberador, y abre a una experiencia más plena.
Los hijos sirven también para conectarse y participar de la creación de un mundo nuevo, en el que ellos están ubicados por mera vibración sensorial, y al que nosotros accedemos -si nos abrimos a él- gracias a ser sus parientes. La cultura cambia todo el tiempo, ahí radica su vitalidad y su sentido. Ellos están surfeando esa ola desde otra posición, y acercar la nuestra a la de ellos permite tener una visión más grande del movimiento y lograr una participación más abierta.
Los hijos sirven para entender a los padres propios, y perdonarlos, o todo lo contrario. Sí, puede darse el: ahora entiendo a mamá o a papá, pobres, el despelote que trajimos a sus vidas. Pero también se da el: ¿cómo?, ¿les había nacido un hijo -yo- y ellos estaban encandilados con esas boludeces que estaban viviendo, en vez de dedicarse a quererme plenamente?
Los hijos sirven para captar el sentido de la vida. El sentido de la vida es el crecimiento, el desarrollo, el avance. Todo ser viviente está viviendo su despliegue, o padeciendo la imposibilidad de vivirlo. Sí, incluso los muy mayores crecen, a su modo, y de formas que los no tan mayores a veces no podemos entender. Los hijos son explosiones, desarrollos veloces, big bangs existenciales, y cualquiera que esté cerca de un nene o de una nena queda capturado por su onda expansiva.
Y una más: los hijos sirven para entender también el sentido de la política. ¿Para qué meterse en el berenjenal? Para aportar a la construcción de una realidad en la que ellos encuentren el eco necesario, para desactivar la indiferencia y producir lo que es necesario producir. La política deja de ser la banal novela del poder para evidenciar su trasfondo necesario, su utilidad y su valor.
Ninguna de estas cosas implica el sacrificio o la autopostergación. Incluso cuando un padre, o una madre, siente que recorta sus posibilidades, lo que hace en verdad es reordenarse, ganar en profundidad, en densidad, en sentido. Tener hijos es la cosa más increíble del mundo.
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