4/4/2013, Revista Escuela, España
Uno
de los principales debates sobre las tecnologías de la información en la
educación, se refiere al modelo pedagógico en el cual ellas se insertan. El
constructivismo aparece, en este sentido, como el enfoque teórico que inspira
gran parte de las innovaciones más prometedoras desde el punto de vista de la
renovación de los procesos de enseñanza-aprendizaje en las escuelas. Sobre este
tema existe una abundante literatura, bien conocida por los educadores.
Existe,
sin embargo, otra dimensión donde el constructivismo constituye una fuente
significativa para el análisis de las tecnologías de la información. Desde esta
perspectiva, el foco está puesto en el propio proceso tecnológico y en su relación
con la sociedad. El “constructivismo social”, como ha sido denominado este
enfoque, sostiene que no existe un determinismo
tecnológico que indique cuáles van a ser las características de los artefactos
con los cuales nos desenvolvemos. Disponemos, al contrario, de un espacio
significativo para que los actores sociales comprometidos con la construcción
de sociedades más justas intervengan con sus demandas y necesidades en el diseño de las opciones técnicas.
De
acuerdo a Andrew Feenberg, uno de los principales referentes de esta teoría, es
necesario considerar el proceso histórico del desarrollo tecnológico. Según sus
análisis, las primeras formas de todas las nuevas tecnologías permiten un gran
número de actualizaciones posibles. Algunas son efectivamente ejecutadas y
otras son dejadas de lado. Este proceso no está determinado exclusivamente por
la lógica técnica sino por las alianzas sociales que se encuentran en la base
de las opciones técnicas. Dicho en otros términos, la configuración de los
componentes de un objeto técnico depende no sólo de una lógica técnica sino
también de una lógica social.
En
el desarrollo de las tecnologías de la información, por ejemplo, intervienen
los empresarios, los ingenieros y los técnicos, los clientes, los dirigentes
políticos y los funcionarios. Todos ellos ejercen su influencia, ofreciendo
recursos o rechazándolos, asignando objetivos a los nuevos dispositivos,
integrándolos en los dispositivos técnicos ya existentes o imaginando nuevas
utilizaciones. Pero una vez que el proceso se “cierra”, sus orígenes sociales
son olvidados rápidamente. Visto retrospectivamente, sostiene Feenberg, el
objeto parece puramente técnico y su nacimiento inevitable. La resistencia
social a los nuevos dispositivos es raramente estudiada y la investigación se
limita a menudo a un pequeño número de actores oficiales cuyas intervenciones
están repertoriadas y son fáciles de estudiar.
Frente
a esta concepción tecnocrática, el constructivismo social enfatiza el carácter ambivalente
de la relación que existe entre la técnica y el poder. Esa ambivalencia se
puede resumir en dos principios. El primero de ellos sostiene que la jerarquía
social puede mantenerse y reproducirse cuando se introduce una nueva
tecnología, lo cual explica la extraordinaria continuidad del poder en las
sociedades capitalistas. El segundo, en cambio, postula que las nuevas
tecnologías pueden ser utilizadas para erosionar la jerarquía social existente
o para obligarla a reconocer necesidades ignoradas hasta ese momento, lo cual
explica la presencia de movimientos sociales que buscan transformar la
tecnología en sectores diversos como la medicina, la informática o el medio
ambiente.
Este
enfoque permite comprender algunos aspectos fundamentales de las tecnologías de
la información. Así, por ejemplo, el actual diseño de Internet no era
inevitable. Según los analistas de este fenómeno, a principios de los años noventa
había decenas de diseños creíbles y una persona, Tim Berners-Lee, creó el
diseño tal cual hoy se lo conoce. En esos momentos también existía un fuerte
optimismo acerca de la potencialidad democrática de las tecnologías de la
información. Uno de los principales protagonistas de las innovaciones
tecnológicas en este campo, Jerome Lanyer, reconoce que resulta realmente
perverso el modo en que Internet se viene deteriorando desde entonces. Los
intereses comerciales promovieron la adopción generalizada de diseños
estandarizados como el blog, y esos diseños alentaron a su vez el seudo
anonimato en lugar de la extroversión orgullosa que caracterizó la primera
oleada de la red. Si hemos llegado a esta situación, sostiene Lanyer, es porque
una subcultura de tecnólogos se ha vuelto más influyente que las otras. La
subcultura triunfante no tiene un nombre oficial, pero Lanyer se refiere a sus
miembros como ‘totalitarios cibernéticos´ o ´maoístas digitales´.
La
conclusión más importante que podamos sacar de este somero análisis es que el sector
público, los educadores, las organizaciones sociales y los investigadores
comprometidos con la justicia social deberíamos salir de nuestra pasividad ante
las decisiones que provienen de las empresas que manejan la innovación
tecnológica y asumir que tenemos no sólo un lugar sino también una enorme
responsabilidad en el diseño de los instrumentos que regulan nuestro desarrollo
cognitivo.
Juan Carlos Tedesco
Universidad
Nacional de San Martín (Argentina)
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