JUAN ARIAS 15 ENE 2014 - 17:52 CET, El País
A los pobres deberíamos dejar de llamarles así. No son pobres, en el sentido etimólógico latino que ha mantenido el poder, es decir, los estériles. Son más bien los excluidos del festín, los sin oportunidades para ser como nosotros.
A los pobres deberíamos dejar de llamarles así. No son pobres, en el sentido etimólógico latino que ha mantenido el poder, es decir, los estériles. Son más bien los excluidos del festín, los sin oportunidades para ser como nosotros.
¿Deberíamos abolir de nuestro lenguaje la palabra pobre? El tema es delicado y podría ser malinterpretado. Sin embargo, quizás sean los pobres los más interesados en que no se les llame así. Deberíamos llamarle los excluidos de la cultura y del consumo.
Como muchas otras palabras del diccionario, la palabra pobre ha perdido su fuerza y hoy es usada y abusada por el poder. Es un vocablo gastado, manido, explotado, pero que rinde beneficios, por ejemplo, electorales.
¿Quiénes serían hoy los pobres de verdad?
A quienes interesa que siga habiendo pobres, contentos con los restos de nuestro banquete, es al poder porque no existiría si no hubiese quienes pueden ser dominados y por ellos servidos.
Los quieren pobres, pero no rebeldes, ya que entonces les llaman vándalos.
¿Qué sería de los gobernantes, sobre todo en los países con masas de desheredados, sin los pobres? Ellos son un material de primera para asegurarse su apoyo y benevolencia hacia ellos.
Cuanto más populistas son los gobernantes más se les hincha la boca con la palabra pobre. Todos se vuelcan en promesas hacia ellos y se convierten encantados en sus defensores. Son el oxígeno que respiran, mientras no pretendan ser como nosotros.
Nadie va a ser capaz nunca de acabar con los pobres del mundo que ya superan los mil millones, ya que todos los demás, necesitamos de ellos y nadie quiere renunciar a sus privilegios para mejorar su condición.
Aboliendo la palabra pobre no por ello acabaríamos con los que sufren hambre y sed, o carecen de educación y de medios para curarse. Y sobre todo de dignidad. Y, sin embargo, quizás muchas cosas cambiarían con sólo dejar de llamar pobres a esas personas.
Es algo muy subliminal, pero todos necesitamos de esa categoría que entraña hasta etimológicamente una connotación negativa.
En su origen latina, pobre no es el que sufre alguna injusticia o discriminación. La paupertas latina, o pobreza, significaba “parir o engendrar poco”, y se aplicaba al ganado. Pobre era el que carecía de fertilidad. Se aplicaba también a la tierra estéril. De ahí también el peyorativo “¡pobre hombre!”, ya que nada es más bochornoso que parecer incapaz de engendrar. Hasta la Biblia estigmatiza a las mujeres estériles.
Llamémosles los excluidos de los bienes de la tierra o de la cultura o de la medicina o de la libertad. Digamos que hay 18 millones de personas, es decir 50.000 que mueren diariamente de hambre a los que una injusta repartición de la riqueza les impide de seguir viviendo, pero no les llamemos pobres. Son nuestras víctimas.
Digamos que hay millones de niños aún sin acceso a la educación, sin familia, sin casa. Son niños como nuestros hijos. Nacieron igual que los nuestros del vientre de sus madres. Les gusta aprender y jugar como a los nuestros, vestirse con dignidad, poder alimentarse y sentirse libres, pero no les llamemos pobres.
La palabra pobre, que ha sido prostituida por el poder y por los privilegiados, evoca, en efecto, compasión, no anhelos de justicia e igualdad. Nos sirven para sentirnos mejores si les ayudamos en sus necesidades.
La palabra pobre, aunque muy sutilmente, nos arrastra a un sentimiento de superioridad ante los menos afortunados que nosotros. A veces hasta nos conduce inconscientemente a pensar que son pobres porque no tienen la inteligencia suficiente para superarse, para triunfar. Les llamamos “pobrecitos” (coitados), como si se tratara de personas condenadas a una cierta e ineluctable fatalidad y no al fruto de nuestras tiranías hacia ellos.
Hay hasta quien defiende la ecuación de que pobre y sin cultura equivalen a violento, a bandido y, generalmente a negro o de color. Las grandes violencias del mundo no provienen, sin embargo, de los incultos sino de los que han frecuentado las mejores Universidades y manejan las grandes financias del planeta. No conozco a ningún gran dictador o especulador financiero analfabeto. Y existen millones de analfabetos pacíficos y cargados de honestidad, por ejemplo, en todas las favelas del mundo. Y miles de talentos perdidos en las periferias de las grandes urbes.
Vivimos en un momento y en un continente como el de América Latina en el que la palabra pobre se ha convertido en un comodín que exime a los poderes de llevar a cabo las grandes reformas, las que evitarían que no existieran marginados y explotados. Los pobres sirven hoy a todos. Todos los gobernantes prometen acabar con la pobreza mientras tiemblan solo con pensar que puedan acabarse los pobres, porque sería en ese momento en el que tendrían que abordar otros temas más peliagudos que siempre se les quedan en el tintero bajo el pretexto de que tienen que preocuparse de los pobres.
Nunca se acabarán las diferencias entre los mortales. El comunismo, que predicaba la igualdad total ya fracasó hace tiempo y eran sus gerifaltes los primeros a no ser pobres. Pero una cosa es que no sea posible que todos sean iguales y otra que sigan existiendo diferencias abismales que deberían avergonzarnos.
Es muy común escuchar que se debe “cuidar de los pobres”. No. Se debe cuidar de los enfermos, de los lisiados, de los abandonados, no de los pobres. A ellos hay que darles la posibilidad de que salgan de su esclavitud ayudados por ellos mismos y no creer que siempre serán tales porque son inferiores a nosotros, cuando lo único que nos separa de ellos es la falta de oportunidades, la segregación a la que los hemos relegado.
Los pobres no necesitan de las migajas que les arroje nuestra benevolencia, ni siquiera de nuestra compasión y generosidad. Necesitan sólo que se les permita acceder por derecho a nuestro festín de gentes satisfechas, sin cerrarles las puertas y sin llamar a la policía para que aleje su presencia incómoda.
Necesitan sólo que les demos lo que les hemos robado y les pertenece por el simple hecho de que son como nosotros, de carne y hueso, de corazón e inteligencia, esta última, superior a la nuestra en muchos casos.
Necesitan que les ofrezcamos la posibilidad de acceder a lo que a nosotros nos ha permitido ser lo que somos y a ellos se les ha siempre negado.
Por eso, cuando se cruzan en nuestro camino y hasta pretenden ser como nosotros, preferiríamos no verles de cerca. Nos dan hasta miedo. Nos sirven mejor perdidos en la niebla de los guetos.
Recuerdo un dibujo del viñetista El Roto en este diario. Eran los tiempos en que en Madrid, los emigrantes más pobres, se acercaban a los coches parados en los semáforos para limpiarles los parabrisas y recibir así unas monedas. A un coche de lujo con el parabrisas empañado se acercó uno de aquellos pobres. El conductor le hizo un gesto de protesta pidiendo que se apartara. Y el limpiador le explicó “No quiero que me de nada, pretendo sólo que me vea”. Le bastaba que supiera que existía.
El papa Francisco está pidiendo a los católicos que no se conformen con ayudar a los pobres, sino que deben ir hasta ellos, para verles, tocarles y mezclarse con ellos para escuchar sus reivindicaciones
Ellos quieren que “les miremos”. Mirándoles , escuchándoles sin prejuicios, perderíamos el miedo que tantas veces nos infunden aunque podríamos acabar conociendo de ellos lo que preferiríamos no saber.
Quizás al escucharles en vez de rechazarles, no les llamaríamos más pobres. Descubriríamos, que en el mejor de los casos, pobres de muchas otras cosas que no son dinero, lo somos también nosotros, los satisfechos. Quizás descubriríamos que los verdaderos excluidos y solitarios somos nosotros, no ellos, que saben vivir y disfrutar juntos.
Y ellos descubrirían que no serán más ricos sólo por poder comprar objetos de lujo en nuestros centros comerciales exclusivos, sino que lo serán sobre todo si saben conservar su espíritu de solidaridad, de grupo, su capacidad de saber disfrutar de la vida y de hacerlo juntos, algo que a nosotros, que nos creemos ricos y privilegiados, nos resulta cada vez más difícil.
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