El Mundail era la ocasión para revitalizar las infraestructuras de movilidad urbana que no corresponden, con sus deficiencias crónicas de tercer mundo, al Brasil de la modernidad
JUAN ARIAS 14 JUL 2014 - 17:20 CEST, El País
¿Cómo será el Brasil que renacerá de las ruinas de la Copa?
Por muchos esfuerzos que se quieran hacer, la imagen de Brasil ha quedado hecha escombros después de la Copa que debería haber servido para consagrar definitivamente la fuerza del mayor país del continente latinoamericano con un triunfo final en el recinto sagrado del Maracaná.
Si es cierto, y lo es, que fueron los brasileños de a pie los que de verdad ganaron el hexa por su ejemplar comportamiento de país civilizado y acogedor, deberían ser también ellos y no los perdedores los que limpien los escombros y empiecen a reconstruir una nueva imagen del fútbol y de Brasil.
Brasil no perdió una guerra, pero perdió la oportunidad de demostrar dentro y fuera del país que la imagen creada del “gigante americano” era verdadera.
¿Pero el fútbol y la Copa no son sólo un juego? No, y menos en Brasil donde el balón se ha identificado con su idiosincrasia, con su cultura. El fútbol es parte consustancial de la metáfora brasileña.
En Brasil, esta Copa, jugada en casa después de 64 años, llegó revestida de política. Lula la conquistó como premio, se dijo, al resurgir del nuevo Brasil económico ya sin pobres y con ganas de contar en la geopolítica mundial.
Ganar la Copa hubiese sido refrendar la imagen boyante de Brasil.
La Copa debía haber sido también la ocasión para revitalizar las infraestructuras de movilidad urbana que no corresponden, con sus deficiencias crónicas de tercer mundo, al Brasil de la modernidad.
Todos saben que hoy, después de la Copa, los brasileños no van a moverse para ir al trabajo con mayor comodidad. Todo será igual porque su único legado han sido los estadios y no los nuevos metros o los nuevos trenes.
Los brasileños de a pie, que ganaron la Copa con su sentido común que les hizo aparcar las protestas para poder disfrutar de la fiesta que era de todos, ahora seguirán con sus mismas angustias para poder moverse en los avisperos embotellados de las ciudades.
Toca a hora a esos brasileños, alabados en todas las lenguas por los turistas llegados para la Copa, poner las bases para que lo que se ha revelado ser sólo un sueño se convierta ahora en realidad.
Nada en los pueblos se ha construido de grande sin el esfuerzo de la sociedad que puede ser o connivente con los poderes o resistente y rebelde para abrir nuevas esperanzas.
Brasil perdió la Copa en los palacios y la ganó en la calle. Ahora deberán ser estimulados los habitantes de esos palacios para que en las próximas elecciones, que será la disputa de otra Copa y más importante que la del fútbol, en vez de sueños y promesas hueras, presenten programas concretos capaces de transformar la vida de los brasileños en una alegría y felicidad parecida a la que vivieron disfrutando en los estadios.
Ahora se trata de ganar la Copa de la vida, que esa no es cada cuatro años, es cada mañana que amanece. Es la Copa de la realidad cotidiana, la que preparará a nuestros hijos para una sociedad más igual, con jerarquías de valores, con conquistas quizás menos espectaculares pero más realistas, con más humildad y menos fantasías de grandezas.
Al final, lo que desean los brasileños es vivir sin agobios económicos y sin deudas, trabajar para vivir y no vivir para trabajar y saber disfrutar no sólo de las construcciones faraónicas sino de las pequeñas felicidades de cada día.
Los brasileños perdieron la Copa, que era un sueño de grandeza. Ahora deben conquistar- y si quieren saben hacerlo- un Brasil más moderno, donde el vivir cotidiano no se convierta para la gran mayoría en pesadilla y martirio.
Ese será el nuevo Brasil que ya había empezado a ser distinto y más consciente después de las manifestaciones de protesta de hace un año, y que sale de nuevo transformado por el dolor y el luto, no tanto de haber perdido la Copa sino por la amarga sensación de haber sido engañado.
Hubo Copa, pero no hubo equipo. Hubo Copa, pero no obras que aliviaran la vida de los ciudadanos. Hubo alegría y pasión siguiendo los juegos porque el fútbol corre por las venas de los brasileños, pero les dejó con la boca amarga a dos pasos de volver a precipitar por la pendiente del complejo de perro callejero que parecía haber sido sepultado para siempre.
No hubo hexa, pero de las cenizas de la derrota podrá ahora surgir un país más maduro, quizás más crítico, más resistente en el futuro contra quienes pretendan de nuevo engañarle.
Las derrotas pueden hundirnos o hacernos resurgir con mayor fuerza. Brasil tiene hoy una baza a su favor: ha perdido el miedo a cambiar y ha aprendido a decir no. Y como decía el Nobel de Literatura portugués, José Saramago, “el no puede ser a veces más eficaz y más constructivo que el sí”.
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