Los recordados alumnos de la serie
televisiva Señorita maestra
(1983/85).
Aunque, a veces, parece que la escuela decida prescindir del cerebro o dejarlo en un costado este órgano resulta imprescindible a la hora del aprendizaje, dice el autor de este ingenioso artículo. Y redondea con una cita de un personaje de su creación: “Ya lo resumió el famoso alumno Palmiro Cavallasca (menores de 40, abstenerse): ‘¡Me hirve la cabeza, señorita!’ Ojalá, el encuentro de la neurociencia y la escuela haga que ‘hirva´ cada vez más.
televisiva Señorita maestra
(1983/85).
Diego Golombek / Científico y escritor*
Para todos los que periódicamente nos enfrentamos con una horda de maravillosas bestezuelas al otro lado de los pupitres, nos cuesta un poco ver más allá de los bostezos, los celulares semiescondidos, la mirada en la luna. Pero sí, hay algo más, mucho más: un grupo de fascinantes cerebros que pueden ser nuestros mejores aliados a la hora del aprendizaje. Efectivamente, somos un cerebro con patas, aunque muchas veces la escuela decida prescindir de tan noble órgano y dejarlo olvidado en la fila del saludo a la bandera o, más aún, recostado en la almohada en espera de un tiempo mejor.
De hecho, resulta sorprendente que algo tan obvio - el cerebro que aprende y enseña - haya tardado tanto en llegar a los laboratorios y, más aún, a las aulas. Un famoso artículo de los '90 (ayer nomás) decía que entre el estudio del cerebro y la educación había "un puente demasiado lejos" (¡qué película!), ya que los hallazgos de la neurociencia -conocer las charlas entre neuronas, o las áreas de la corteza que se activan al hacer la raíz cuadrada de 49, por ejemplo- no necesariamente ayudan al maestro de cuarto grado en su titánica tarea. Sin embargo, esta noción de puentes eternos está comenzando a ser desafiada, y tenemos algunos ejemplos muy cercanos para mostrar.
Allí están como modelo dos artículos muy recientes del grupo de neurociencia integrativa, con la participación estelar de Andrea Goldín y Mariano Sigman. El primero de ellos, publicado nada menos que en Nature Neuroscience, ya se planta desde el título: Neurociencia y educación: es el momento de construir el puente. Allí, junto con colegas de Chile y Brasil, argumentan que, pese a que "el cemento del puente aún está fresco", hay diversos motivos para que el cerebro y el pizarrón vayan de la mano. En particular, apuntan a un cerebro bien alimentado y bien dormido, a los estudios de adquisición del lenguaje y la lectura (sobre todo en aquellos casos donde prima el bilingualismo) y a lo que sabemos sobre la percepción visual para que las palabras se vayan fijando en las cabecitas. Claro, esto implica poder hacer experimentos en el aula, y los autores nos arengan a ser prácticos y valientes, y predican con el ejemplo: ellos son también responsables de un interesante programa llamado Mate Marote, en el que evalúan cómo ciertas intervenciones pueden mejorar el aprendizaje.
El segundo artículo en cuestión, publicado en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de los EE.UU., pone a prueba la hipótesis de que el entrenamiento cognitivo mejora el desempeño escolar. No es un tema fácil: se sabe, por ejemplo, que después de cientos de horas de sudokus o crucigramas uno será un experto sudokólogo o crucigramólogo, sin que necesariamente eso contagie el resto de nuestras capacidades, por lo que elegir las tareas y las evaluaciones adecuadas es crucial. Así, Andrea, Mariano y sus cómplices desarrollaron juegos de computadora (en estos tiempos, la letra con pantalla entra) para entrenar la memoria corta, el planeamiento y el control de las decisiones (o sea, algunas de las llamadas funciones ejecutivas) en un grupo de chicos de 6 años de bajos recursos, quienes realizaron breves sesiones de juegos en el aula durante 10 semanas (un grupo control realizó otros juegos, con menor demanda cognitiva). ¿Y qué pasó? Primero lo esperable, o casi: los chicos mejoraron su nivel de atención, entre otras funciones ejecutivas, además de que seguramente se convirtieron en campeones de los juegos de Mate Marote. Pero lo más espectacular en general es lo que sucedió con el desempeño en matemática y lengua. Se sabe -y aquí se confirmó- que a los chicos que van más al colegio les va mejor que a los que faltan mucho (en este caso, seguramente debido a diversas causas socioeconómicas). La intervención cognitiva mejoró particularmente el desempeño de los que faltaban más, poniéndolos al mismo nivel de los que su situación sí les permitía atender regularmente a clase. Es un comienzo, pero el puente comienza a tener sus cimientos.
Tal vez quien mejor resumió esta relación del cerebro con el aula fue el famoso alumno Palmiro Cavallasca (menores de 40 abstenerse) quien frecuentemente advertía a su maestra Jacinta ¡Me hirve la cabeza, señorita! Ojalá este encuentro de la neurociencia y la escuela haga que hirva cada vez más…
*Publicado en Revista La Nación (abril 2014).
De hecho, resulta sorprendente que algo tan obvio - el cerebro que aprende y enseña - haya tardado tanto en llegar a los laboratorios y, más aún, a las aulas. Un famoso artículo de los '90 (ayer nomás) decía que entre el estudio del cerebro y la educación había "un puente demasiado lejos" (¡qué película!), ya que los hallazgos de la neurociencia -conocer las charlas entre neuronas, o las áreas de la corteza que se activan al hacer la raíz cuadrada de 49, por ejemplo- no necesariamente ayudan al maestro de cuarto grado en su titánica tarea. Sin embargo, esta noción de puentes eternos está comenzando a ser desafiada, y tenemos algunos ejemplos muy cercanos para mostrar.
Allí están como modelo dos artículos muy recientes del grupo de neurociencia integrativa, con la participación estelar de Andrea Goldín y Mariano Sigman. El primero de ellos, publicado nada menos que en Nature Neuroscience, ya se planta desde el título: Neurociencia y educación: es el momento de construir el puente. Allí, junto con colegas de Chile y Brasil, argumentan que, pese a que "el cemento del puente aún está fresco", hay diversos motivos para que el cerebro y el pizarrón vayan de la mano. En particular, apuntan a un cerebro bien alimentado y bien dormido, a los estudios de adquisición del lenguaje y la lectura (sobre todo en aquellos casos donde prima el bilingualismo) y a lo que sabemos sobre la percepción visual para que las palabras se vayan fijando en las cabecitas. Claro, esto implica poder hacer experimentos en el aula, y los autores nos arengan a ser prácticos y valientes, y predican con el ejemplo: ellos son también responsables de un interesante programa llamado Mate Marote, en el que evalúan cómo ciertas intervenciones pueden mejorar el aprendizaje.
El segundo artículo en cuestión, publicado en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de los EE.UU., pone a prueba la hipótesis de que el entrenamiento cognitivo mejora el desempeño escolar. No es un tema fácil: se sabe, por ejemplo, que después de cientos de horas de sudokus o crucigramas uno será un experto sudokólogo o crucigramólogo, sin que necesariamente eso contagie el resto de nuestras capacidades, por lo que elegir las tareas y las evaluaciones adecuadas es crucial. Así, Andrea, Mariano y sus cómplices desarrollaron juegos de computadora (en estos tiempos, la letra con pantalla entra) para entrenar la memoria corta, el planeamiento y el control de las decisiones (o sea, algunas de las llamadas funciones ejecutivas) en un grupo de chicos de 6 años de bajos recursos, quienes realizaron breves sesiones de juegos en el aula durante 10 semanas (un grupo control realizó otros juegos, con menor demanda cognitiva). ¿Y qué pasó? Primero lo esperable, o casi: los chicos mejoraron su nivel de atención, entre otras funciones ejecutivas, además de que seguramente se convirtieron en campeones de los juegos de Mate Marote. Pero lo más espectacular en general es lo que sucedió con el desempeño en matemática y lengua. Se sabe -y aquí se confirmó- que a los chicos que van más al colegio les va mejor que a los que faltan mucho (en este caso, seguramente debido a diversas causas socioeconómicas). La intervención cognitiva mejoró particularmente el desempeño de los que faltaban más, poniéndolos al mismo nivel de los que su situación sí les permitía atender regularmente a clase. Es un comienzo, pero el puente comienza a tener sus cimientos.
Tal vez quien mejor resumió esta relación del cerebro con el aula fue el famoso alumno Palmiro Cavallasca (menores de 40 abstenerse) quien frecuentemente advertía a su maestra Jacinta ¡Me hirve la cabeza, señorita! Ojalá este encuentro de la neurociencia y la escuela haga que hirva cada vez más…
*Publicado en Revista La Nación (abril 2014).
El Arca, 21/8/2014
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