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La Unión Matemática Internacional le entregó su máxima distinción a la difusión por haber “cambiado el modo en que todo un país percibe las matemáticas en la vida real”. La ceremonia de este jueves en Seúl resultó un show de entusiasmo, risas y aplausos de un público masivo de la disciplina. La ovación final explicó por qué lo consideran el mejor difusor de las matemáticas en el mundo.
Es un honor muy grande para mí estar acá y voy a tratar de contarles mi historia. No voy a hablar de matemática porque no estoy calificado para eso, lo que voy a hacer es contarles mi viaje, mi viaje con la matemática, una de las más bellas, si no la mejor ciencia que tenemos, aunque desafortunadamente, por alguna razón, las personas no la perciben de esta manera. Así que les quiero contar mi historia. Algunas de las cosas que voy a decir van a sonar probablemente controversiales por la sencilla razón de que son mis opiniones, por lo tanto están abiertas al debate, lo cual es bueno, es lo que deberíamos hacer.
Asumo que saben que hacemos matemática de la misma manera en cualquier lugar del mundo. Es extraño, no podemos leer el alfabeto coreano, pero lo que tenemos en común son los números. De modo que todos entienden que hay una forma de comunicación universal: más allá del lenguaje al que se traduzcan, los números son siempre comprensibles en todos lados.
Entonces quiero empezar contándoles un par de ironías. La primera: nace un bebé, durante los primeros doce meses de vida queremos enseñarle a caminar y a hablar, y los siguientes doce años queremos que estén en silencio. Es una locura, les enseñamos a hacer algo y después no queremos que lo hagan. La segunda: en los primeros cuatro o cinco años de su existencia, los niños aprenden una cantidad increíble de cosas: aprenden a hablar, a conversar, a jugar, a relacionarse con los demás, a dialogar con sus hermanos, a jugar con sus amigos y todo lo aprenden por sí solos. Hasta que de repente, un día desafortunado para ellos, les decimos ahora tenés que ir a la escuela. ¿Por qué? ¿Por qué tengo que ir a la escuela si aprendí todo lo que sé hasta hoy sin tener que ir a ningún lado? ¿Por qué ahora me querés llevar a la escuela, qué es la escuela? Tenés que levantarte a las 5 o 6 de la mañana, tenés tarea, ¿por qué?
Esa sería una oportunidad espectacular para nuestra ciencia, para la matemática, porque lo que quieren hacer los chicos es jugar, y la matemática tiene todas las herramientas para demostrarles que se puede jugar, que van a seguir jugando. Como los magos, ¿qué hacen ellos con los chicos y también con los adultos? Los cautivan, los desconciertan, suscitan su interés, y ellos se quedan asombrados. La matemática también tienen ese tipo de herramientas, pero lo que creo es que les mostramos la puerta equivocada. No les mostramos la vía correcta para llegar a la matemática, estamos enterrados en demasiados tecnicismos... Imagínense por ejemplo a alguien que nunca hizo una llamada por teléfono, y antes de que empiecen a hacerlo uno le dice: “Bueno, pero tenés que memorizar todas las características de países, ciudades y áreas, y tenés que memorizar la guía telefónica. Una vez que lo sepas, hacés tu primera llamada”. No. Así no funciona. Si hay algo que la matemática –el matemático– debería hacer es involucrarse y decir: “Paremos un segundo, lo que estamos haciendo está mal”. Nadie entra a un restaurante por la cocina. Nadie entra a una casa por el baño. Naturalmente, hay que enseñarles, hay que seducirlos, involucrarlos. ¿Cómo se hace? Hay que mostrarles.
Déjenme contarles algo que vengo pensando y repitiendo desde hace años. Es una historia que escuché a través de quien ahora es jefe o presidente del Departamento de Matemática de la Universidad de Buenos Aires. Es una antigua historia checoslovaca. Había un pueblo pequeño con un rey, que tenía una hija. La hija estaba envejeciendo y no encontraba con quién casarse, entonces él estaba preocupado. Así que finalmente acudió a uno de sus ayudantes y le dijo: “Hacé que todos sepan que mi hija va a estar esperando a sus pretendientes, que deberán formar una larga fila ante ella, que estará sentada en una silla, y mostrarle qué saben hacer, sus habilidades. Cuando encuentre uno que le guste yo le voy a dar la mano de mi hija”. Entonces cada episodio, que es como un cortometraje de cinco minutos, muestra lo que cada candidato haría. En el primer episodio aparece un contorsionista. Es el primero de una larga fila, la princesa está ahí sentada y este contorsionista mueve su cuerpo, hace muchas cosas extrañas. La princesa: nada. Fin del primer episodio. Segundo episodio: es una persona muy rica, que viene con una bolsa inmensa llena de monedas de oro, despliega todas las monedas por el piso y la mira como diciendo: “Todo esto podría ser tuyo”. Nada. Tercer episodio: es un mago, tiene conejos, palomas, aves, cosas hermosas, cartas. Nada. Después hay un acróbata, y el acróbata empieza a hacer malabares con pelotas, una, dos, tres, cuatro, cinco, diez. Nada. Llegado ese punto uno empieza a preguntarse: “¿Qué quiere, qué es lo que esta princesa quiere? Nada parece conmoverla”. La línea continúa haciéndose más y más corta hasta que llega el último episodio, queda un solo candidato. Es un hombre petiso, que carga una mochila. Cuando llega su turno, va adonde está la princesa, abre la mochila, saca un par de anteojos y se los da. La princesa se los pone y sonríe. ¡Y se casan! El problema no era que era incapaz de apreciar lo que estaban haciendo: no podía ver. No veía nada. ¿Cómo podía cautivarse sin ver nada? Eso es lo que hacemos con la matemática: tenemos que mostrarle a la gente lo que es la matemática. Lo que estamos haciendo está mal, no porque no sea parte de la matemática; es parte, pero si empezamos por ahí vamos a fracasar, y eso es lo que ha pasado hasta ahora.
Ahora bien, ¿qué hacemos, cómo atacamos a ese problema? La población en general odia la matemática. Entonces hay dos grupos: el de la vasta mayoría que la odia, y luego pareciera haber un grupo privilegiado de personas a quienes realmente les gusta. Es cierto que a ellos les agrada sentir ese privilegio, son vistos como los nerds, los inteligentes, personas que son diferentes, que entienden. En cambio nadie dice orgulloso que la matemática no es lo suyo. ¿Por qué? Porque en las escuelas, y en general, le damos respuesta a preguntas que los chicos no hicieron. Los chicos no son tontos. ¿Ustedes saben manejar autos? Dirían que saben manejar, pero que en determinado momento tuvieron que enseñarles a manejar. Cuando nos sentamos al volante por primera, segunda, tercera vez, y tenemos a alguien al lado, esa persona generalmente pierde la paciencia y empieza a gritar y a ser abusivo. ¿Por qué lo toleramos? Porque en definitiva entendemos que vamos a estar mejor sabiendo manejar que no sabiendo. Con la matemática no nos damos cuenta de eso. Nos cuentan cuentos sobre cosas que no sabemos, nos responden preguntas que no hicimos. No sólo eso, después tenemos que ir a casa y hacer la tarea, así que nos desesperamos y les preguntamos a nuestros padres: “¿Por qué tengo que estudiar esto?”. Y el padre y la madre no saben qué decir porque tampoco sabían en el momento en que les tocó a ellos. Entonces contestan: “Lo vas a entender más adelante”. ¿Pero cuándo llega ese momento? Porque no sé si ustedes han visto, pero yo suelo ver que hay muchas personas que han invertido mucho tiempo investigando y nunca les fue de utilidad. En la vida primero tenemos problemas, luego buscamos soluciones. En las escuelas, especialmente en matemática, para no decir en general, porque no lo sé, lo hacemos a la inversa: primero les damos soluciones, como una teoría, y luego decimos en qué casos se aplica. Lo que querrían los chicos es jugar un videojuego, o con un robot, o cifrando un mensaje, cosas que tienen que ver con sus preocupaciones diarias, cosas que les pasan. La matemática tiene una rama que se llama Teoría de Juegos y lo ignoramos. Yo me enteré de que existía en la universidad, ya era más que un adolescente. Eso está mal. Además, lo que pasa en la escuela deja una huella inmensa en nuestras vidas.
Les voy a contar otras dos historias. La primera es importante para que me sigan en este recorrido. Yo daba clases en la Universidad de Buenos Aires, en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales –síganme con los cálculos– las clases tenían 800 alumnos promedio por cuatrimestre. En un año son 1600. En 30 años (fueron más, pero digamos 30), si lo multiplicamos por 1600 obtenemos 48.000 alumnos. Asumamos que exagero, en realidad eran 1500, en 30 años tuve 45.000. Lo he visto todo. Vi personas que llegaron pensando que eran estrellas y después no podían progresar. Y había otros que eran muy tímidos, pero eran brillantes. La sociedad está siempre buscando a los ganadores, y eso se asocia a la matemática. Aquel que lo consigue, es distinto. La sociedad siempre intenta premiar al tipo que llega primero, salta más alto, corre más rápido, ¿y qué pasa con el segundo, o el quinto, o el décimo tercero? Toda la población, salvo unas pocas excepciones: los dejamos atrás. En las instituciones, cuando introducimos a la matemática por las puertas correctas, hay palabras que no deberían estar incluidas. Nunca “no”, siempre “sí”. No hay lugar para el fracaso. Los chicos no pueden fracasar. No hay lugar para la palabra o el concepto de fracaso. ¿Qué quieren decir con fracaso? Estoy intentando: aliéntenme, ayúdenme, entrénenme, enséñenme, muéstrenme dónde están mis preguntas. En las escuelas deberíamos enseñar que la matemática está construida con patrones, con estructuras, con acertijos. Eso es lo que deberíamos enseñar, que es como un mar de información y tenemos las herramientas para discriminarla, que algunas de las cosas que no logramos ver son como neblinosas y de repente se muestran ante nuestros ojos. Aparece como algo diferente, algo nuevo. Pero tenemos que jugar, jugar con ellos, mostrarles que no sabemos.
Yo sé que este sistema funciona, lo practico regularmente en el programa de TV Alterados por Pi. Los chicos se comprometen y no porque yo sea una persona muy especial. Lo que tenemos que hacer es simplemente mostrarles en dónde está la puerta correcta. Hay un par de historias sobre esto. Nosotros vamos en una camioneta, somos como una banda de rock, un grupo de personas que van y montan un set de televisión. Algunos chicos tienen 16 o 17 años, pero otros tienen 6, 7, 8, 10 años. De pronto llego a una de estas escuelas primarias, abro la puerta y veo una multitud de chicos. Se me vienen encima como si fueran moscas y yo miel. Se juntan todos a mi alrededor y me tiran de las mangas de la camisa. Uno me pregunta: “¿Cuánto es 1000 por 1000?”, y otro: “¿Hay algún número más grande que el infinito?”. La tercera simplemente me mira y dice: “¿Alguna vez cometiste un error?”. Nunca me voy a olvidar de eso. No fue que los padres le dijeron, tampoco estaba fascinada por alguien que ve en la televisión, realmente le importaba, quería saber si alguna vez cometo un error porque hay una especie de aura que se nos adjudica, y eso es lo que tenemos que romper. Tenemos que empezar por decir: “No sé”.
Fui a una clase y estaban aprendiendo las tablas de multiplicar, que me hacen sufrir, y uno de ellos me preguntó: “¿Vos sabés la tabla del 15?”. Le contesté: “No. No la sé. Saquémosla juntos”, y fue tan divertido cuando se dieron cuenta de que tenían las herramientas para ir a sus casas y decirles a sus padres que habían aprendido la tabla del 15. Como saben, el conocimiento es poder. Cuando sintieron que entendían cuál era el concepto, fue grandioso para ellos. Ellos se querían sacar fotos conmigo, pero yo me quería sacar fotos con ellos porque había crecido y era una mejor persona después de haber hablado con esos chicos.
Segunda historia: como les dije, solía dar clase a 800 alumnos a la vez. Esto fue lo que pasó: era el primer día de Cálculos, el final de la primera clase universitaria de estos chicos, imagínense que tendrían 19, 20 años, aproximadamente. Estaban sentados alrededor mío, era su primer día en la universidad y tenían un profesor que era una especie de celebridad (no quiero sonar arrogante, es sólo un hecho, me ven en la tele, no soy una celebridad, soy sólo una persona), y como en esa Facultad de la UBA se puede estudiar Matemática, Física, Química, Biología, Geología, Computación, les pregunté a cada uno qué carrera iban a seguir. Me fueron contestando hasta que uno de los chicos me respondió: “Yo voy a estudiar Matemática y Computación”. Me sorprendió, era interesante que se propusiera hacer dos carreras. Entonces reformulé y les pregunté cómo se les había ocurrido, por qué habían empezado esa carrera. Respondieron y cuando le llegó el turno a este chico, me contestó: “Porque cuando estaba en la escuela secundaria vi en la tele a una persona que probó que es imposible dividir por cero”. Lo miré y le pregunté: “¿Qué dijiste?”. Estaba asustado, no entendía si había dicho algo malo, y repitió: “Cuando estaba en el secundario vi en la tele a alguien que explicó que no se puede dividir por cero”. Esto pasó en 1996. Siete años antes yo tenía una columna en un noticiero y demostré que no se podía dividir por cero. En un noticiero, en horario central. Entonces le pregunté su nombre. Me dijo “Cristian”. “Cristian, necesito que vengas a mi casa”... El no quería. Le dije: “Te llevo en el auto, te muestro algo, y después te traigo de vuelta”. Tampoco vivía demasiado lejos. Tengo la suerte de tener todo el material de mi trabajo en televisión grabado; desde que aparecieron los VCR y los VHS que ya no existen, grabé todo y lo tengo archivado. Entonces fui a mi casa con él, agarré ese VHS y se lo puse. El no estaba seguro, pero déjenme preguntarles a ustedes: ¿cuántas personas prueban en un noticiero de horario central que no se puede dividir por cero? Tenía que ser yo. Bueno, miren el impacto que tenemos en los chicos. Miren el efecto en esa otra chiquita que me preguntó si alguna vez cometí un error. Tenemos que tener mucho, mucho cuidado con lo que hacemos, porque ese tipo de huella o como quieran llamarlo va a permanecer por mucho tiempo. Y esa es la percepción contra la que es muy difícil luchar. Es por eso que cuando la gente dice que odia la matemática parece una batalla perdida. Yo me rehúso a rendirme. Hay muchos matemáticos presentes, cuando vemos que alguien está haciendo algo mal, deberíamos decírselo.
En Nueva York vi una campaña contra el terrorismo que decía: “Si ven algo, digan algo”, refiriéndose a que si ven algún paquete sospechoso, digan algo. Yo tomaría esa oración y diría: si cualquiera de ustedes que tenga algún tipo de acceso a la escuela ve algo que está mal, dígalo. Necesitamos involucrarnos más, porque de lo contrario estamos diagnosticando algo que ya sabemos de antemano. Hasta ahora hemos fallado, y eso que no teníamos competidores. Cuando yo me crié, la fuente principal de información estaba en el hogar y en la escuela. Hoy, con Internet, las redes sociales y demás, la escuela es sólo una fuente más de información. Sin duda una muy importante, porque es en la escuela donde nos damos cuenta de que no somos el rey ni la reina de la casa. Tenemos amigos, compañeros, tenemos que aprender a lidiar con la frustración, no siempre nos toca a nosotros primero, nunca más somos los reyes ni las reinas de la casa. Además ahí aprendemos estructura, algún tipo de disciplina, nos educamos, es muy importante. Por favor, no interpreten que me opongo a la escuela, pero tenemos que adaptarnos. En los viejos tiempos la gente se deslumbraba cuando alguien reunía todo el conocimiento del mundo. Ahora, si no sabemos algo, lo googleamos. Ni siquiera tenemos que ir a casa, se puede googlear desde un teléfono o un reloj. Lo que tenemos que estimular es la creatividad, olvídense de los “no”, están equivocados, esas marcas rojas, esos “no”, “mal”, “reprobado”, “cero”. ¿Qué? ¿Por qué? ¿Quién sos vos para decirme que reprobé? ¿En qué?
Hay una distribución muy injusta de la riqueza en el mundo, pero no sólo de la riqueza económica, también la intelectual está muy injustamente distribuida. Necesitamos compartir el conocimiento: si saben algo, compártanlo. Si otro no lo sabe, no se rían de él o ella, ayúdenlo, se van a estar ayudando a ustedes mismos. Veo gente que acusa o culpa a los profesores y maestros por la manera en que enseña y comunica la matemática. Lo aceptamos, pero decimos entonces quién va a enseñarla, deberíamos entrenar a un grupo nuevo de profesores y maestros. Nosotros nacimos en una era analógica y ahora vivimos en una digital, así que nos tenemos que adaptar. Vamos a un maestro que enseñó de determinada manera durante 30 años y le decimos que eso no funciona más, que ahora hace falta que incorpore computadoras, notebooks, iPads, y se quedan como diciendo: “¿Qué? No sé cómo usarlas”. Se asustan, se paralizan ellos también. No podemos decirle a una generación entera de chicos: “Esperen cinco años hasta que entrenemos, instruyamos y enseñemos a los maestros y a los profesores”, no tenemos tiempo para eso. Entonces ¿cómo resolvemos el problema? Con lo que yo llamo educación horizontal. En vez de una relación vertical, donde los maestros están arriba y los alumnos abajo –el mismo sistema de yo soy el que sabe y ustedes son los que no–, establezcan una relación horizontal. Aprendemos juntos. Hay que tragarse el orgullo, como un padre que aprende con los hijos, cosa que he visto. Si hay alguien que sabe algo, que simplemente venga y comparta lo que sabe. Eso es lo que necesitamos.
Yo escribí mi tesis entre 1978 y 1979. Nuestro director de tesis (acá hay gente que también fue alumna de él, desgraciadamente murió muy joven, a los 45 años) era uno de los mejores matemáticos del mundo en su especialidad, estaba especializado en Múltiples Variables Complejas, su nombre era Miguel Herrera. El había escrito un libro que era perfecto, había puesto todo ahí, y venía todos los días a las 8 de la mañana a donde yo estudiaba con mi amigo y compañero de tesis Néstor Bucari y nos tocaba la puerta para ver cuál había sido el progreso del día anterior. Un día estábamos trabajando con Néstor y había algo que no entendíamos bien: si era lo que nos parecía, eso significaba que habíamos descubierto algo muy importante. Así que le dije: “Tiene que haber algo mal acá”. Entonces a la mañana siguiente estábamos esperándolo ansiosos y cuando llegó le dijimos “Miguel, encontramos algo muy importante”. Nos preguntó qué era, y cuando se lo mostré nos dijo “No, está mal”. Entonces lo revisamos. Le pregunté qué era lo que había escrito al respecto en su libro, me dijo: tal cosa. Pero nosotros no podíamos llegar a esa conclusión. Así que dijo: “Entonces debe ser esto otro”, y Néstor le dijo: “No, tampoco”. Lo volvió a revisar dos veces, tres veces, cuatro veces. Finalmente se detuvo, se sentó y nos dijo: “¿Saben qué, chicos? No sé qué fue lo que escribí. No entiendo”. El libro estaba bien, pero no podía entender lo que él había escrito. Eso fue una lección para nosotros: este tipo que estaba tan alto para no- sotros, a quien respetábamos tanto y que era tan buen matemático podía decir enfrente de sus alumnos: “No sé”.
¿Qué problema tenemos con decir que no sabemos? ¿Cuántas veces vemos en la sociedad, en general, que las personas tienen miedo de decir que no entienden lo que les están diciendo? Díganlo. Díganlo de vuelta. No se avergüencen, no importa, uno no es peor persona si no entiende algo. Hay que decirlo. Quizá pienso que entendí algo y no lo entendí.
Antes de terminar me gustaría decir un par de cosas más. La educación tiene que ser pública y de libre acceso para todos. Hay una brecha gigante entre aquellos que tienen prácticamente todo lo que necesitan, como yo, y aquellos que no. Eso es un problema. Para acortar esa brecha hay que extender la educación, pero para lograrlo necesitamos que la educación no sea privada sino pública y libre. Voy a sonar como un político, pero los Estados tienen que hacerse cargo y darse cuenta de que la educación es un derecho humano. Eso depende de no- sotros, es nuestra responsabilidad. En matemática tenemos las herramientas y lo vamos a cambiar. Esto va a cambiar. Espero verlo; pero si no lo veo, sé que plantamos la semilla, y eso es lo que importa. Muchas gracias.
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