A los brasileños les cuesta salir a protestar, por ejemplo, más que a los argentinos. ¿Falta de carácter, como algunos apuntan, o más bien sabiduría?
JUAN ARIAS 31 DIC 2013 - El Pa;is
Los brasileños poseen una característica especial que podría ser malinterpretada en el exterior: parecen hechos de goma. Me explico: por ejemplo, es difícil enfadarse con un brasileño. Nosotros, los españoles, al revés, nos enfadamos a la primera de cambio y soltamos enseguida un: “Y tú más”. El español va directo al tiro. El brasileño prefiere la curva.
A los brasileños les cuesta salir a protestar, por ejemplo, más que a los argentinos. ¿Falta de carácter, como algunos apuntan, o más bien sabiduría?
El jeitinho brasileño, esa fórmula mágica y creativa para resolver los problemas cotidianos de los que no tienen acceso al poder, siempre me ha parecido más cercano a una creatividad ancestral que a una incapacidad de querer encarar las cosas legalmente. Mucho se ha denigrado ese jeitinho, que en realidad no es más que, como alguien ha escrito, la “salida para una situación sin salida”, y por tanto, con grandes dotes de ingenio. Según Sérgio Buarque de Hollanda, es lo que acuñó al brasileño como “el hombre cordial”, que busca siempre agradar y que no acepta lo imposible.
Quien quizás mejor ha defendido el tan denostado jeitinho brasileño ha sido la filósofa Fernanda Carlos Borges en su obra A Filosofia do Jeito. Según ella, ese modo característico de conducta (sobre todo del brasileño pobre, pero que también contaminó a los ricos), “no es la consecuencia de un atraso”, como siempre se ha dicho, sino que revela más bien “un criterio ético y una axiología sobre un modo de ser en el mundo que acepta la participación de lo imprevisible, de la fragilidad, de la afectividad y de la invención dentro de la organización”.
Solo, en efecto, el que ha sufrido por siglos la fuerza de la opresión colonial, la herencia maldita de una esclavitud que fue la última a desaparecer del globo (en 1888), cuyos esclavos fueron abandonados a su suerte, o el que sufrió sobre sus hombros la losa de una desigualdad sangrante que aún hoy es de la mayores del mundo, es capaz de inventar ese jeitinho que de alguna forma le alivia de las angustias cotidianas.
Los que han sufrido una contienda sangrienta saben muy bien lo que significa hacer economía de guerra, conformarse con lo esencial, buscar salidas a la necesidad e incluso al hambre que solo quienes la han sufrido son capaces de explicar. Y solo ellos pueden sentir mejor la sensación de redención cuando el hambre empieza a desaparecer.
Recuerdo que ya de mayor, después de haber sufrido de niño las garras de la Guerra Civil española, yo seguía soñando con un horno del que salía un pan caliente, máximo objeto de deseo nunca del todo satisfecho de mis días y noches de hambre.
Los brasileños más pobres, que han sido siempre mayoría, y a los que no les quedaba otra tabla de salvación que el jeitinho, no pueden hoy ser acusados de resignados, por no rebelarse, cuando el poder les sigue negando aún a veces hasta lo esencial, como el de vivir en una sociedad con igualdad de derechos, donde se le conceda a todos lo que necesitan para ser ciudadanos con dignidad.
Podrían salir a la calle, como en otros lugares, dispuestos a derribar al poder de turno; podrían aliarse masívamente a la desobediencia civil. Hay quien preconiza, en efecto, con una imagen dura, que toda esa masa de pobres que se hacina en las favelas o vive en las marginalidad, con salarios que para Europa serían de hambre, podrían salir un día de sus madrigueras y, como un ejército de ratas llegadas de los alcantarillados, ocupar la ciudad rica, la de los privilegiados, la de aquellos que no necesitan de jeitinho para sobrevivir porque les sobran recursos y apoyos políticos o judiciales.
No lo harán, porque los brasileños llevan en su ADN esa sabiduría de que "mejor pájaro en mano que ciento volando”.
Y es ese pájaro en mano lo que les ofrece hoy la sensación de estar mejorando, aunque aún sumergidos en el piso de abajo. El salario mínimo, con el que cualquier polìtico se moriría de hambre, es poco. Pero hoy, con sus pequeños aumentos anuales, es suficiente para que los que nunca tuvieron nada puedan empezar a soñar. Era el pedazo de pan duro que me daba mi madre, que en español tiene un nombre muy sonoro y despectivo: mendrugo, el que se le daba a los mendigos. A veces el mendrugo estaba acompañado de un pedazo de tocino, cuyo colesterol hoy nos asusta y que entonces era una fiesta. No sabíamos lo que era el jamón, que mi padre vendía cuando matábamos el cerdo para poder comprar medicinas.
Es posible que los brasileños, paso a paso, vayan tomando conciencia cada vez con mayor fuerza -como ocurrió en las manifestaciones de junio pasado- de que mejor que el jeitinho sería poder actuar como los ciudadanos con plenos derechos y deberes en una sociedad en la que la ley funcione para todos.
Será sin embargo un camino largo. En la realidad actual, con una clase media que trasladada a Europa o a los Estados Unidos sería calificada aún como de pobre, el 68% de los brasileños dicen sin embargo en las encuestas que creen que sus hijos vivirán mejor que ellos. Me recuerda lo que los metereólogos dicen sobre la temperatura ambiente, cuando distinguen entre la real y la sensación de frío o de calor, que puede ser muy diferente.
El brasileño pobre ha sufrido tantos desencantos, tantas opresiones por parte del poder, se le han ofrecido tan pocas oportunidades de salir del túnel de la pobreza real, que hoy se acoge con facilidad y hasta con alivio a esa sensación de que las cosas están mejorando, más que a su realidad concreta.
Es lo que noto cada vez que me encuentro y charlo con esas gentes de la clase baja. Inclinan la cabeza cuando se les recuerdan los abusos, las corrupciones, la falta de de decoro y sensibilidad de los que les gobiernan, desde la alcaldía del pueblo a lo más alto del poder, con un presidente del Senado, por ejemplo, viajando en un avión oficial, a cargo de los contribuyentes, para hacerse un trasplante de pelo. Y explican: “Lo sabemos muy bien, pero siempre fue así”. Y preguntan: “¿y es que otros lo harían diferente y mejor?”, recordando que fueron siempre engañados por todos. La Historia les ha enseñado en efecto que los poderosos siempre usaron y abusaron de su poder para provecho propio.
Pero enseguida miran alrededor y ven aparcado a la puerta de su casa el cochecito que siempre vieron como un sueño prohibido para ellos, o a su mujer disfrutando de la novela en un televisor que han podido comprar a crédito y que hasta es igual a la de su patrón, o ven con orgullo a la hija frecuentando una facultad online, aunque siga limpiando casas.
¿Creen que eso les basta? Saben muy bien que no; y a su modo seguirán luchando para que el horno de pan siga encendido y puedan seguir comiendo cada vez mejor, hasta yogur, que era un sueño prohibido como el jamón de mi infancia.
Y, por el momento, a la espera de que esa corriente de mejoría que se ha inaugurado siga su curso, ponen en juego la sabiduría de sus antepasados de que es mejor no pedir lo imposible para no caer en la trampa de perder lo posible. Es un jeito de actuar.
Los brasileños no parecen inclinados a revoluciones radicales y violentas, quizás porque una experiencia de siglos y de pueblos vecinos les han enseñando que, al final, los poderosos salen siempre más fuertes y ellos, más pobres y humillados.
Por primera vez en un sondeo nacional ha aparecido una cifra casi cabalística que trae de cabeza a los polìticos: el 66% de los ciudadanos pide cambios, pero al mismo tiempo, la persona que está en el poder dirigiendo los destinos de la nación, la presidenta Dilma Rousseff, aparece como favorita absoluta en las elecciones, mientras que la oposición, la que podría hipotéticamente cambiar la situación y hacer esos cambios, no crece ni es, por el momento, objeto de grandes ilusiones.
Es como si dijeran: queremos más, lo queremos mejor, pero preferimos que las cosas no se quiebren del todo, que vayan mejorando con seguridad. Que haya cambios, pero que los hagan los que ya nos han empezado a dar pan caliente y algunas de las cosas que siempre enviadiábamos a los ricos.
Por eso, ni siquiera en las inesperadas protestas de junio, los brasileños exigieron una revolución, ni un cambio de régimen político, ni una nueva Constitución. Pidieron solo mayor respeto por sus derechos y una distribución más justa de esas riquezas que un país como Brasil posee de modo privilegiado y que serían suficientes para que todos pudieran vivir en una casa digna que las primeras lluvias no arrastren como si fuera papel de fumar; para poder moverse en unos transportes públicos que no parezcan más para transportar ganado que personas; o que sus hijos puedan estudiar en escuelas que no se clasifiquen entre las peores del mundo, o poder curarse en hospitales decentes y sin meses de espera, hoy privilegio de unos pocos.
¿De goma? ¿Incapaces de indignarse, como yo mismo llegué a escribir en este diario? Un día la historia nos descubrirá que los brasileños, en su aparente incapacidad para reaccionar ante la corrupción y la injusticia, lo que revelan es una gran capacidad de sabiduría y pragmatismo.
Una sabiduría, sin embargo, que los responsables políticos, los que hoy usan y abusan tantas veces de la paciencia de los ciudadanos, deben tratar con respeto, ya que de lo contrario podría revelarse un volcán que creían definitivamente apagado cuando en verdad estaba en erupción. Y como alguien escribió hace siglos, nada es más peligroso y revolucionario que “la ira de los mansos”.
Y junio vuelve a estar ahí a la esquina. Y las calles podrían de nuevo llenarse de descontentos. Y esta vez, si ocurriera, quizás no veamos ya el eslogan que recorrió el mundo y que decía: “Éramos infelices felices y no lo sabiamos”. Hoy, los sabios y jeitosos brasileños saben que les falta aún mucho para ser verdaderamente felices y ciudadanos de primera categoría. Por eso, no les bastará con ganar la Copa. Quieren poder jugar y ganar con otros balones y en otros estadios. Y lo quieren hacer de otro jeito, exigiendo lo que de verdad les pertenece y el poder les ha ido sistemáticamente negando.
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