La memoria se fija en la niñez y nos da identidad: lo primero que se aprende es lo último que se olvida - Según se pierden recuerdos uno se despide de sí mismo
JUAN CRUZ 26/02/2011
El alzhéimer afecta al hipocampo, que almacena los recuerdos
Los medicamentos no impiden la acción del tiempo sobre el cerebro
Le gustó hacer la película, y verla; "recreó situaciones y sitios, como la casa en la que vivimos en Nueva York". Y cuando agradeció el premio, ante tanto artista, "se sintió cómodo; con gente siempre dice cosas con sentido; lo sintió como una gratificación, y ese cariño es muy positivo para él. Y sí, en este tiempo recibe como postales de la niñez; cuando siente que le quieren recuerda a su madre, a su padre, a su hermano, aquella época. Y del mismo modo siente el cariño a sus nietos, la preocupación por ellos es un síntoma de su cariño por la infancia".
La infancia es la primera memoria, y es la última que se pierde. A la infancia se vuelve, siempre, ahí está la raíz de la memoria; cuando los recuerdos se evaporan, el último bastión es la infancia. Julio Llamazares, el poeta y narrador que escribió Memoria de la nieve y, aún más, La lluvia amarilla, dice: "La memoria es la identidad. En la infancia se determina nuestro ADN".
El poeta alemán Michael Krüger escribió en su libro Previsión del tiempo (NorteySur, traducción de J. L. Reina Palazón) unos versos que resumen la importancia que la infancia tiene en ese ADN del que habla Llamazares: "A veces me escribe la infancia / una tarjeta postal: ¿Te acuerdas?"
La infancia es la caja negra de la memoria. En la ahora famosa película El discurso del Rey, candidata a 12 oscars, el personaje que encarna Colin Firth (Jorge VI) le confiesa detalles de su infancia a Lionel Logue (Geoffrey Rush), su excéntrico logopeda. Y en ese relato sobre las maldades que sufrió de niño descubre Lionel la raíz de la tartamudez de su ilustrísimo cliente.
La memoria, dice el doctor Carlos Belmonte, director del Instituto de Neurociencias de Alicante, almacena "los recuerdos intensos, las amenazas; y cuando esos recuerdos proceden de la infancia son más difíciles de eliminar". Durante un periodo de tiempo, eso que está en la memoria desde la infancia "puede ser borrado, reforzado o cambiado, pero pervive sobre todo lo que viene de la niñez, que es la memoria más vívida". "Mire, por ejemplo", dice Belmonte, "Ciudadano Kane... Lo único que Kane recuerda es Rosebud, el nombre de su trineo...".
La infancia, en efecto, envía postales. Hay un libro de Llamazares, Escenas de cine mudo, en el que aparecen "muchas de esas postales que la infancia nos envía". "El metabolismo sentimental de las personas lo marca la infancia". Y la memoria que se nutre de ese metabolismo "es un campo de arenas movedizas, como un banco de nubes que dejan pasar la luz o que la niegan".
La memoria, dice Soledad Puértolas, novelista, "nos sitúa en la infancia; en ese recuerdo estás". Ella recibe postales, por decirlo así, "de compañía y de soledad". Y cuando son de compañía le viene la imagen de su abuela materna. "Ella es la referencia del cariño incondicional, la metáfora de la persona que nunca te deja". Y la postal de su soledad es el balcón del piso que tenían en Zaragoza. Sería imposible vivir sin olvido, por mucha insistencia que ponga la infancia en enviar postales. "Así que borras aquello que no quieres que haya sucedido". Pero vuelve; es la esencia de la literatura, "que deja volver también los recuerdos indeseados".
La escritora Ángeles Mastretta tiene dos memorias: "Una es diestra, pero caprichosa: elige, abandona y en el caso de la infancia siempre recompensa", dice. "La otra me tilda de idiota, me hace sentir inferior, no me acompaña en los nombres y los hechos diarios".
Pero la memoria no solo tiene su lugar de nacimiento (en la infancia), a partir de los tres años, sino que tiene un sitio. El doctor Jorge Tizón, psiquiatra, psicólogo y neurólogo, autor de varios libros de su especialidad, está de acuerdo con Llamazares: hay muchas memorias (la psicológica, la neurológica, la endocrina, la inmunitaria...), todas nos permiten reacciones (el amor, el odio...), pero la que más nos importa, la que el común de los mortales llama simplemente memoria, "es la que nos proporciona identidad".
Hay maneras de agredir a esta memoria, hay formas de traumatizarla con sufrimientos y otras alteraciones. Cuando esto se produce en la infancia, cuando más postales estamos percibiendo para enfrentarnos luego a la vida, "se producen estragos que duran en forma de alergias y otros inconvenientes". Entre estas alteraciones está, por ejemplo, la afección que ahora resulta tan famosa que parece de ficción: la tartamudez del rey Jorge VI.
Todo lo que recordamos más nítidamente nace a los tres años, y ese almacenamiento más puro dura hasta la adolescencia. Luego, la memoria empieza a ser quebradiza; a los 40 años tenemos charcos, a los cincuenta ya hay lagunas, y la memoria empieza a causar malas pasadas cuando superamos los sesenta. Y hay un momento, dice el doctor Tizón, en que se deshace la memoria; por ejemplo, a causa del alzhéimer. "No solo se deshacen los recuerdos; se deshace la identidad... Las experiencias están ahí, en el hipocampo, donde se almacenan". En esa "unidad central de procesamiento" están. El alzhéimer los aleja. La infancia los hace durar.
Estamos programados genéticamente, dice el doctor Tizón; el sistema nervioso va diciendo cuánta memoria nos queda, y nada detiene ese proceso cuya intensidad marca la infancia. Los medicamentos no impiden la acción del tiempo sobre el hipocampo. Ahí se concentra el temor que animaba esta frase de Henry James que recuerda Tizón: "La mayor fuente de terror en la infancia es la soledad". Y la felicidad es lo que hace sólido el recuerdo que más cuesta perder. Esas postales de las que habla Krüger y en las que insiste, por ejemplo, la memoria de Maragall.
Andrés Trapiello, que narra su vida en diarios, considera que fijar lo que sucede "sirve para reconstruir la memoria, pues si esta actúa te ha de hallar recordando". La memoria es "un movimiento continuo"; "hay un libro mío, El arca de las palabras, que nace de mi recuerdo de cómo aprendí el significado de una serie de palabras que descubrí en mi infancia. Ahí relaciono los recuerdos con las primeras palabras, y por tanto con la infancia". La infancia "es intensiva (la edad adulta es extensiva). Nos obliga a sumergirnos, a ahondar (la memoria involuntaria de Proust). La edad adulta discurre, se extiende. La infancia es un territorio ilimitado, insondable; la edad adulta tiene límites".
Trapiello recuerda lo que decía Wordsworth: "El niño es el padre del hombre". Y José Saramago (uno de cuyos últimos libros fue Las pequeñas memorias) decía que uno va con el niño que fue. Un ejemplo literario de que esto es así es toda la obra de Juan Marsé, y sobre todo el libro que el premio Cervantes acaba de presentar ahora, Cartografía de los sueños. Esta novela es como una recolección de "postales" recibidas de la infancia.
Y le pregunté a Marsé qué "postales", siguiendo lo que dice Krüger, son esas que recibe más a menudo. "Las postales están en la novela... Recuerdo esas correrías por los campos del Penedés, hacia las albercas. Corríamos con los chavales del pueblo, robábamos frutas. Iba con mi abuela a buscar hierba para los conejos. Para mí esa es la imagen de la felicidad".
Y eran tiempos duros, se ve en Cartografía de los sueños. Pero incluso en esos tiempos de la posguerra, Marsé recuerda ese fulgor feliz "de los chicos contando aventis porque no teníamos ni juguetes ni pelotas para jugar al fútbol. Lo siento así, como el paraíso perdido. Ya sé que era una época atroz, pero esa es la sensación que me ha dejado, la de un paraíso perdido. Y convivo con esas postales como una colección que llevara en la cartera".
Jorge Semprún, el autor de La escritura o la vida, también recuerda un tiempo atroz, que aparece en ese libro, y que le lleva también a la Guerra Civil, cuando tenía 13 años y veraneaban en Lekeitio hasta que fue precisa la diáspora... Esas postales marcarían su vida... "Pero afirmaron mi identidad; la infancia es mi identidad. Sin memoria, después de haber usado tantas identidades falsas, yo no hubiera sido nada, y esa memoria es la de la infancia. La memoria corrige la esquizofrenia del exilio, de los nombres falsos, de mi propio ser bilingüe. Me aferro a la memoria para decir: 'Yo soy aquel niño de Santander que veía a su padre recitar versos ante la bahía".
Cristina Fernández Cubas, la escritora de Cosas que ya no existen, nació en Arenys de Mar. Allí reside su memoria, "que antes que nada fue de sueños, que nos contábamos en casa a la hora de comer". Luego de los sueños vino la escritura, "como un juego con el que vencía los largos inviernos de Arenys... Y esa niña sigue estando en mí, porque uno no deja de ser jamás la personita que fue".
De pequeña quieres volar, dice Cristina Fernández Cubas, "y de mayor me hice escritora, dos formas de volar gracias a lo que viví en la infancia".
José María Ruiz Vargas, catedrático de Psicología de la Memoria en la Universidad Autónoma de Madrid, cree que, para los creadores, y para todo el mundo, "la memoria es como un cesto de cerezas; nos esforzamos un poco, y ahí está la memoria enviándonos postales, casi siempre de la infancia". ¿Y por qué de la infancia? "Porque a esa edad estamos abiertos a todo tipo de estímulos; somos esponjas, inmaduros, y guardaremos esas memorias hasta que nos muramos". Además, dice Ruiz Vargas, "a partir de los 35 años ya recordamos mucho más nítidamente todo lo que nos ocurrió hasta los quince. Ahí hay una avalancha de recuerdos que son los que, por decirlo con esa metáfora, nos vienen en las postales...".
Ruiz Vargas recuerda una frase de Henry Roth (Llámalo sueño): "La vida es una secuela de la infancia". De otra manera, lo que decía Michael Krüger: "A veces me escribe la infancia / una tarjeta postal: ¿Te acuerdas?" Como las postales que reciben Maragall y tantos, padezcan alzhéimer o no, que viven la memoria gracias a aquel periodo en el que empiezan los recuerdos, y también los recuerdos felices.
Un nuevo lenguaje desde el alzhéimer
Da escalofrío escuchar la evidencia de Albert Solé, de 48 años, cuyo padre, el político Jordi Solé Tura, padeció alzhéimer. El hijo retrató ese episodio en Bucarest, su documental. De ahí viene su conocimiento de causa. "Lo último que olvidas es lo primero que aprendes". Es un viaje hacia la infancia, sus gestos. Al final del amargo proceso de olvidar, Jordi "se inventó un lenguaje propio: besitos, gestos de cariño, y nosotros interpretamos también así nuestra relación afectiva con él". En esa reconstrucción "se produjeron postales muy contradictorias". "La mía fue una infancia muy atípica, pero merced a esta experiencia se produjo en mí una reconciliación con los paraísos perdidos de la infancia. Pues al fin y al cabo en aquel exilio sentí que había vivido en una atmósfera de seguridad". Y Bucarest sirvió "para sacar todas las cosas de los armarios e ir ordenando los recuerdos... Fue un viaje alucinante al fondo de mi propia memoria".
Le pregunté al historiador José Álvarez Junco, que pasó su infancia en un pueblo de Zamora. Como él ha trabajado en la memoria de este país, y recientemente reconstruyó su pasado en contacto con los dramas de la posguerra, nos contó una experiencia que es ahora como una postal dramática. "Había una mujer, Remedios, que vestía siempre de negro y que lavaba en casa la ropa, con las manos ateridas. Un día se casó, por poder, con un hombre que vivía en Francia. Yo tendría siete u ocho años, y un día me previno: '¿Ves los falangistas? No creas que son tan buenos. ¿Sabes cómo humillan a las chicas del pueblo, qué hacen con ellas?'. Me lo dijo, y esa fue la primera noticia que tuve de la guerra. Una postal tremenda".
El País
Le pregunté al historiador José Álvarez Junco, que pasó su infancia en un pueblo de Zamora. Como él ha trabajado en la memoria de este país, y recientemente reconstruyó su pasado en contacto con los dramas de la posguerra, nos contó una experiencia que es ahora como una postal dramática. "Había una mujer, Remedios, que vestía siempre de negro y que lavaba en casa la ropa, con las manos ateridas. Un día se casó, por poder, con un hombre que vivía en Francia. Yo tendría siete u ocho años, y un día me previno: '¿Ves los falangistas? No creas que son tan buenos. ¿Sabes cómo humillan a las chicas del pueblo, qué hacen con ellas?'. Me lo dijo, y esa fue la primera noticia que tuve de la guerra. Una postal tremenda".
El País
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