Sergio Levit
Para LA NACION
Martes 22 de febrero de 2011 | Publicado en edición impresa
YA es asombroso que las obras completas de una persona abarquen 52 volúmenes; si, entre ellas, se encuentran algunos de los libros más destacados de la literatura argentina, como Recuerdos de p rovincia y el Facundo , podría pensarse que un autor tan prolífico y relevante vivió encerrado en una biblioteca, alejado de la vida social y de las preocupaciones mundanas. Pero en Domingo Faustino Sarmiento el escritor, el intelectual convivía naturalmente con el hacedor. Era uno de esos ejemplos -que en el siglo XIX no eran tan raros, aunque no en la abrumadora dimensión sarmientina- de personas en las que las ideas y la acción no eran conceptos antagónicos.Entre las múltiples facetas de su vida y de su obra, Sarmiento tuvo una estrecha relación con la ciudad de Buenos Aires, a la que conoció recién a los 41 años, cuando ingresó en ella como integrante del Ejército Grande que, conducido por Urquiza, había derrotado a Rosas en Caseros. Pero esa primera estadía fue fugaz. Las desavenencias con Urquiza lo hicieron regresar a Chile, donde había vivido exiliado por más de diez años. Regresó a Buenos Aires en 1855 y aquí vivió, con las intermitencias que le imponía su actividad pública (gobernador en San Juan, embajador ante los Estados Unidos de América), hasta unos meses antes de morir en Paraguay, adonde había ido a buscar un clima más benigno para su quebrantada salud.
Fue concejal porteño en 1856, varias veces senador por la provincia de Buenos Aires y constituyente en 1860, además de los muchos cargos que ocupó en el área educativa.
Su aporte a nuestra ciudad fue trascendente. Es sabido que promovió la construcción de numerosas escuelas; lo es menos que se ocupaba no sólo de los planes de educación, sino de todos los detalles, comenzando por la arquitectura de las escuelas, el diseño de los pupitres, la ventilación de las aulas, el mobiliario. "Antes de pensar en establecer sistema alguno de enseñanza -escribió-, debe existir un local en forma adecuada." En las escuelas, no sólo debía existir "el más prolijo y constante aseo (?), sino también tal comodidad para los niños, y cierto gusto y aún lujo de decoración, que habitúe sus sentidos a vivir en medio de esos elementos indispensables de la vida civilizada." En función de esas ideas, reacondicionó primero un antiguo edificio de Perú y Moreno para crear la escuela Catedral al Sud, en 1858, y, en 1860, impulsó la construcción de la escuela Catedral al Norte, que fue el primer edificio que se levantó especialmente para ser una escuela en la ciudad de Buenos Aires.
La acción de Sarmiento en la ciudad tuvo otra manifestación emblemática. Cinco meses antes de finalizar su mandato como presidente, en 1874, presentó un proyecto para la construcción de un gran parque público en un vasto terreno de Palermo, donde había asentado su residencia Juan Manuel de Rosas. Su sucesor, Nicolás Avellaneda, lo designó luego presidente de la comisión directiva encargada de llevar adelante ese proyecto, al que Sarmiento le puso el empeño y el talento de todas sus grandes empresas. El parque Tres de Febrero, como se lo denominó, fue inaugurado el 11 de noviembre de 1875 por Avellaneda, quien plantó allí una magnolia americana. También por iniciativa de Sarmiento, la ciudad de Buenos Aires cuenta con los jardines Botánico y Zoológico.
El propósito de Sarmiento no es meramente ornamental. Se preocupa por las calles y avenidas -tanto en su traza como en su iluminación- que permitirán la accesibilidad popular al parque, porque, como lo dice en el primer informe que presenta en su carácter de presidente de la comisión directiva a cargo de las obras, debe procurarse el "fácil acceso a las personas de modestas condiciones de existencia, que acudirían al parque a buscar el recreo y solaz que requiere la higiene y reclama el espíritu tras las tareas del día".
Es una concepción democrática, progresista e igualitaria que se realiza día tras día mediante la acción, con la vista puesta en el futuro. El progreso, a través de la educación, de la ciencia y de la técnica, es la idea que subyace y da sentido a toda su obra. Progresar es ir hacia adelante. El estudio del pasado es necesario para comprender el presente, pero los verdaderos estadistas no mantienen a las sociedades en la eterna disputa por situaciones ya superadas, sino que les ofrecen un porvenir en el que todos estén integrados, es decir, que sean ciudadanos celosos de sus derechos y no vasallos de ningún caudillo. Por eso escribe en Argirópolis estas palabras que hoy resuenan con renovada actualidad: "El elemento del orden de un país no es la coerción, son los intereses comprometidos. La despoblación y la falta de industria prohíjan las revueltas. Poblad y cread intereses".
Pero no basta con las buenas ideas. Hay que luchar por ellas y transformarlas en acciones. El gran hacedor de la Argentina no se refugió en el prestigio de sus muchas páginas brillantes: se puso a trabajar. Y pudo decir en su vejez que no había deseado nada "mejor que dejar por herencia millares en mejores condiciones intelectuales, tranquilizado nuestro país, aseguradas las instituciones y surcado de vías férreas el territorio, como cubiertos de vapores los ríos, para que todos participen del festín de la vida, del que yo gocé sólo a hurtadillas".
A 200 años de su nacimiento, retomemos ese legado que alguna vez nos marcó un camino de libertad y de progreso.
© La Nacion
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