Las dictaduras tienen triunfos para celebrar. El más contundente es su esmero por bloquear las comunicaciones. Entrenadas como están para llevar el tiempo hacia atrás , no debería sorprender esa habilidad en estos regímenes medievales, especialmente cuando los amenaza la noche de la historia. No es, claro, el único problema que enfrentan los periodistas. Pero sí es uno de los más endiablados.
Hace unas pocas semanas, este enviado –como todos los restantes colegas– sufrió el mismo bloqueo en Egipto, el primer país que se atrevió a cerrar totalmente el acceso a Internet cuando el dictador Hosni Mubarak trataba de frenar su caída libre.
Muammar Kadafi, mucho más exaltado y bestial, extendió la medida. En Libia es todo mucho más complicado.
No sólo no existe Internet, sino que están los celulares muertos la mayor parte del día y también las líneas de los teléfonos fijos. La dictadura lo hace para evitar que los revolucionarios puedan organizarse. Sin embargo, lo están logrando como sucedió en Egipto y, según parece, con igual eficiencia.
Este enviado cruzó ayer a Libia camino a la legendaria ciudad de Tobruk, unos 150 kilómetros de la frontera binacional, a bordo de una camioneta cuyo chofer se esmeró para conseguir el negocio. Sin embargo, hubo que ir y regresar otra vez hasta Egipto para obtener una línea de comunicación porque no había forma de resolver el bloqueo. En la aldea egipcia de Saloum, el primer espacio detrás de la franja binacional, casi todo lo que hay es nada. Se resume a una gran calle en el extremo de una colina, a unos seis kilómetros del puesto fronterizo, en la que se amontonan algunos negocios de forrajes, almacenes, verdulerías, muchas camionetas y unos carros simples de dos ruedas tirados por un burro pequeño que en general conducen chicos y llevan de aquí a allá tanto a gente como a bultos.
Un cíber funciona en el lugar con un acceso a Internet de regular a malo. Pero por suerte queda la posibilidad de convertir la laptop en una simple máquina de escribir y usar el celular para enviar los datos si el aparato tiene conexión. El celular, cuando tiene línea, aunque no haya Internet, se ha convertido en una herramienta contra la censura. Uno puede escribir en una plaza bajo un árbol y enviar su material por el teléfono aunque Kadafi no quiera.
Como el trámite de escribir es largo y cae la noche, el enviado consigue un cuarto en un hotel de Saloum donde el conserje le advierte que no hay lugar, el cual aparece cuando la tarifa triplica su valor . El cuarto es un derrumbe, una ventana que da a un balcón no cierra y entra el viento helado del desierto. La cama tiene una sola sábana y el baño es otro desierto sin toallas, jabón, papel higiénico o agua caliente. “El hotel no proporciona”, dice el hombre en un inglés entrecortado y se voltea para atender el celular.
Ahí Internet es una extraña palabra .
El enviado vuelve al cuarto derrotado, y se pone bajo la camisa tres remeras más y busca un sitio donde comer. En Saloum no hay restaurantes, pero la prensa se engancha con un negocio que asa pollos y los sirve en pequeñas mesas. Dos vietnamitas y su guía árabe acompañan al cronista en la cena sin cubiertos ni servilleta. El menú de moda en la zona: pollo con arroz y sopa de porotos.
Hace unas pocas semanas, este enviado –como todos los restantes colegas– sufrió el mismo bloqueo en Egipto, el primer país que se atrevió a cerrar totalmente el acceso a Internet cuando el dictador Hosni Mubarak trataba de frenar su caída libre.
Muammar Kadafi, mucho más exaltado y bestial, extendió la medida. En Libia es todo mucho más complicado.
No sólo no existe Internet, sino que están los celulares muertos la mayor parte del día y también las líneas de los teléfonos fijos. La dictadura lo hace para evitar que los revolucionarios puedan organizarse. Sin embargo, lo están logrando como sucedió en Egipto y, según parece, con igual eficiencia.
Este enviado cruzó ayer a Libia camino a la legendaria ciudad de Tobruk, unos 150 kilómetros de la frontera binacional, a bordo de una camioneta cuyo chofer se esmeró para conseguir el negocio. Sin embargo, hubo que ir y regresar otra vez hasta Egipto para obtener una línea de comunicación porque no había forma de resolver el bloqueo. En la aldea egipcia de Saloum, el primer espacio detrás de la franja binacional, casi todo lo que hay es nada. Se resume a una gran calle en el extremo de una colina, a unos seis kilómetros del puesto fronterizo, en la que se amontonan algunos negocios de forrajes, almacenes, verdulerías, muchas camionetas y unos carros simples de dos ruedas tirados por un burro pequeño que en general conducen chicos y llevan de aquí a allá tanto a gente como a bultos.
Un cíber funciona en el lugar con un acceso a Internet de regular a malo. Pero por suerte queda la posibilidad de convertir la laptop en una simple máquina de escribir y usar el celular para enviar los datos si el aparato tiene conexión. El celular, cuando tiene línea, aunque no haya Internet, se ha convertido en una herramienta contra la censura. Uno puede escribir en una plaza bajo un árbol y enviar su material por el teléfono aunque Kadafi no quiera.
Como el trámite de escribir es largo y cae la noche, el enviado consigue un cuarto en un hotel de Saloum donde el conserje le advierte que no hay lugar, el cual aparece cuando la tarifa triplica su valor . El cuarto es un derrumbe, una ventana que da a un balcón no cierra y entra el viento helado del desierto. La cama tiene una sola sábana y el baño es otro desierto sin toallas, jabón, papel higiénico o agua caliente. “El hotel no proporciona”, dice el hombre en un inglés entrecortado y se voltea para atender el celular.
Ahí Internet es una extraña palabra .
El enviado vuelve al cuarto derrotado, y se pone bajo la camisa tres remeras más y busca un sitio donde comer. En Saloum no hay restaurantes, pero la prensa se engancha con un negocio que asa pollos y los sirve en pequeñas mesas. Dos vietnamitas y su guía árabe acompañan al cronista en la cena sin cubiertos ni servilleta. El menú de moda en la zona: pollo con arroz y sopa de porotos.
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