JOSÉ GIMENO SACRISTÁN 29/04/2011
Teniendo una mínima decencia no es fácil presentare en sociedad razonando que una parte importante de los alumnos están genéticamente avocados al fracaso. Mucho menos puede apelarse a una distinción de origen entre quienes merecen dominar el mundo terrenal y los bienaventurados, pobres de espíritu, que serán preferidos en el otro mundo.
La conciencia de ser buena gente no puede admitir que se expulse del sistema a quienes teniendo derecho a estar escolarizados siguen una pobre trayectoria a lo largo de la escolaridad y se ven abocados al fracaso. Qué hacer con ellos es una pregunta cuya respuesta inquieta social y moralmente.
¡Eureka! Se puede hacer lo contrario. Si no se permite o está mal visto desalojar a los débiles, dejémosles con los "normales" y sacamos del conjunto mediocre a los superalumnos, que no es lo mismo que los superdotados. No es infrecuente que estos fracasen en las escuelas e institutos.
El efecto es el mismo, pero la estrategia es más presentable. Los padres y madres no van a sentirse avergonzados por no tener un retoño superdotado. Ya que parece poco rentable apoyar a los más débiles para mejorar la posición en el ranking de PISA o en otros indicadores, concentrémonos en los mejores. Este podría ser el planteamiento de quienes, a pesar de evidencias científicas, buscan la estratificación del alumnado a toda costa.
La ocurrencia de segregar a los excelentes parecía ser en experimento controlado que podría tener algún interés para extraer conclusiones que podrían extrapolarse a los centros donde haya algún alumno o alumna excepcionales. Pero, al querer extender esa experiencia a todos los centros, se pueden ver otras intenciones en el proyecto. ¿O es que se ha descubierto mucha más excepcionalidad de la que creíamos que había?
Creo que es una muestra más de la no aceptación del principio de comprensividad, cuando este estaba ya debilitado, que, de manera contradictoria, ahora un Gobierno del PSOE corrige (con la Ley de Economía Sostenible) lo que otro anterior del mismo color político estableció por ley. Cuando, además, la norma legal ya facilitaba el flexibilizar mucho más el sistema.
Un regreso que, en este caso no viene avalado por el versátil informe PISA, que dice que los países con mejores puntuaciones están entre aquellos que mantienen la comprensividad hasta edades más prolongadas.
El camino que se emprende no tiene fácil retorno. Como los ocurrentes quizá suponen que el genio viene de origen, ¿por qué limitar la medida al bachillerato, desaprovechando la excelencia desde mucho antes? Habrá -se dice- un grupo para los estudiantes brillantes en todos los centros. Siendo así ¿qué razón se puede oponer a la separación de quienes se sitúan en la franja media respecto de los que están por debajo de ellos?
Me asalta una duda. Un sistema que parece ser incapaz, por lo visto, de responder a las deficiencias y lograr que nadie quede atrás es poco probable que sepa manejar la excepcionalidad por arriba. Es sabido que los alumnos sobredotados encajan bastante mal en las estructuras de funcionamiento de las aulas y los cetros, que se aburren o manifiestan inapetencia intelectual por unos contenidos a los que ellos -inteligentes que son- no les ven sentido.
¿Cómo se puede tratar la excepcionalidad en grupos segregados, si no se hace en la enseñanza de todos? Si no se diferencian los métodos y se permite que afloren las diferencias no se va ir mucho más allá de exigir más contenidos de las mismas materias que tendrán que cursar igual que los demás. No se logrará más que meter por otra puerta lo que no es tan presentable el hacerlo por otras. Eso sí; ahora con argumentos renovados: en lugar de acudir a la calidad, se recurre a la excelencia. Por otro lado no se podrá acusárseles de elitismo, pues ahora el problema es de equidad y mejora del talento.
José Gimeno Sacristán es catedrático de Didáctica de la Universidad de Valencia.
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