by on 30 MAYO, 2012 ·
Muchas decisiones de política social (y porque no también económica) se toman basadas en intuiciones y (en el mejor de los casos) buenas intenciones pero carecen de evidencia científica que las sustente. Los medicamentos, por ejemplo, pasan por un tamiz riguroso de evaluación antes de ser ofrecidos al público en forma masiva ¿Por qué no exigir la misma rigurosidad a la hora de elegir políticas educativas?
Recientemente asistí a una charla del Profesor Robert Slavin en la que discutía los elementos que se requieren para impulsar una reforma educativa basada en evidencia estadística rigurosa. Slavin (2008) describe 3 condiciones que son necesarias para que las reformas en el sector educativo estén lideradas por la evidencia:
- Dada la variedad de contextos y demandas del sistema educativo y el hecho que no existe una solución única para todos los problemas es necesario contar con una gama amplia de propuestas evaluadas experimentalmente para cada materia y para cada nivel.
- No podemos pretender que cada vez que un maestro, un director, un encargado regional deba tomar una decisión, este salga a hacer una revisión de la literatura relevante. Por lo tanto, es necesario que existan fuentes imparciales que las autoridades educativas puedan consultar y que sean comprensivas y fácilmente accesibles.
- Los gobiernos deben proveer incentivos para que las autoridades educativas adopten las mejores prácticas disponibles.
El primer y el tercer punto me parece que están íntimamente relacionados. La clave del eventual éxito de un programa de reformas educativas basado en evidencia rigurosa requiere que exista suficiente oferta de intervenciones que se ajusten a las necesidades y el presupuesto de diferentes contextos educativos. Si suponemos que las cantidades ofrecidas en el equilibrio existente son sub-óptimas, ¿por qué el mercado parece fallar? Mi homo economicus me dice que lo que fallan son los incentivos para adoptar solo aquellos programas que han sido comprobadamente exitosos. Acá tenemos el famoso problema del huevo y la gallina. Las autoridades educativas deben tener incentivos para adoptar programas de probada eficacia pero si no existe la oferta, qué les podemos pedir.
Entonces, en un principio, se requiere que los gobiernos, los donantes y los organismos internacionales financien programas ambiciosos de investigación y desarrollo en educación. Es de suponer que si queremos experimentar un progreso similar al que observamos en el campo de la medicina, por ejemplo, deberemos tener mercados y derechos de propiedad intelectual que retribuyan la iniciativa privada. No debemos ser ingenuos y pensar que las mejores y más innovadoras mentes van a ser atraídas solo por amor a la educación. En definitiva, homo economicus aparece de nuevo, “no hay almuerzo gratis”. Si queremos una rica oferta de programas, vamos a tener que pagar por ella.
También, me parece que hay un problema de economía política y cultural que no es trivial. La idea es que los políticos deben apoyar sistemáticamente la experimentación como parte de su política educativa. Como señala (Stoker 2010), “para algunos [políticos], el concepto de aleatorización parecería ser un acto político difícil de vender: `¿Quieren que le diga al público que no tengo idea qué es lo mejor y qué debo dejarlo librado al azar?’. Aunque es socialmente aceptable para un científico o un investigador decir ‘no sé’, puede resultar terminal en ciertas circunstancias para un funcionario público o un político”. Obviamente, lo que se requiere es un cambio cultural y de incentivos en la política para que se acepte que en un mundo incierto la experimentación provee una alternativa costo-efectiva para decidir la asignación de recursos escasos.
¿Qué ocurre en relación a la segunda de las tres condiciones descriptas por Slavin? El movimiento de implementación de políticas basado en la evidencia no es nuevo y a lo largo del tiempo se han ido creando diferentes fuentes que recogen información en forma sistemática sobre el éxito/fracaso de iniciativas en salud (por ejemplo, Cochrane Collaboration) y en políticas sociales (por ejemplo, Campbell Collaboration). En educación concretamente, por iniciativa del Departamento de Educación del gobierno americano en el año 2002 se creó What Works Clearninghouse. El objetivo de la misma es convertirse en una fuente centralizada y confiable de evidencia científica sobre aquellas intervenciones que funcionan en educación. Este objetivo se persigue a través de revisiones sistemáticas de la literatura que califican el éxito/fracaso de las diferentes intervenciones de acuerdo a la rigurosidad con la que se implementa la intervención y se realiza la evaluación cuantitativa de sus resultados.
Como en todo, existen diferentes visiones sobre las características mínimas que debe cumplir un estudio para ser calificado como exitoso (por ejemplo, en términos de duración de la intervención y medidas de resultado utilizadas) y es así que han surgido otras fuentes que recaban información en forma sistemática sobre programas educativos como, por ejemplo, la Best Evidence Encyclopedia de la Universidad John Hopkins. Todas estas revisiones de programas son accesibles tanto para el consumidor final (es decir, directores de colegios, docentes y padres) como para los investigadores que desean conocer los detalles de las metodológicos.
Es importante señalar, que los programas que aparecen en estas revisiones sistemáticas de la literatura están generalmente centrados en los Estados Unidos y, aunque hay versiones específicas para otros países desarrollados, al menos yo no conozco de una herramienta similar para América Latina. Dada la importancia del contexto en la aplicación de muchos de estos programas, esta es un área en la que los países en desarrollo deberán eventualmente desarrollar sus propias herramientas de revisión.
En síntesis, queda mucho camino por recorrer para que mande la evidencia en las decisiones de política educativa pero como dice el dicho: “Roma no se construyó en un día”.
Referencias:
Slavin, R.E., 2008, Evidence-based reform in education: What will it take?,European Educational Research Journal, 7, 124-128.
Stoker, G., 2010, Translating experiments into policy, The ANNALS of the American Academy of Political Science, 628, 47-58.
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