23 de dezembro de 2010

Vargas Llosa

Educar en la tolerancia

Mario Vargas Llosa

Jueves 23 de diciembre de 2010 |

ESTOCOLMO
Si usted visita Estocolmo, le aconsejo que, además de los museos, los palacios, el barrio antiguo y las islas, visite un modesto barrio del sur de la ciudad llamado Rinkeby. La inmensa mayoría de sus pobladores son familias inmigrantes y, me dicen, se trata de uno de los distritos más pobres del país, aunque la idea de pobreza, en Suecia, que ha alcanzado el más alto nivel de vida del mundo junto con Suiza, tenga poco que ver con lo que para el resto del planeta esta palabra significa.
Lo importante de conocer en Rinkeby es el colegio público, una institución que es un espejo de lo que debería ser la sociedad humana, el mundo entero, si prevalecieran entre nosotros los mortales la sensatez, el tino y el espíritu práctico. Hay en este colegio chicos y chicas que hablan diecinueve idiomas distintos y proceden de un centenar de países diferentes. Todos conocen el sueco y el inglés, pero no han perdido su lengua materna porque el colegio se las ha arreglado para que todos reciban, cuando menos una hora por semana, clases en el idioma que hablan en casa y hablaron sus ancestros. El director del colegio, Börje Ehrstrand, está convencido de que la integración de estos niños a la cultura y a los usos de Suecia es más fácil no si rechazan, sino reivindican y se sienten orgullosos de su origen. La filosofía que impregna la escuela de Rinkeby cabe en una palabra: tolerancia.
De la frenética cantidad de cosas que hice y que vi en los ocho días que acabo de pasar en Estocolmo, pocas me conmovieron tanto como la tarde que estuve en Rinkeby. Me dieron la bienvenida diecinueve niños y niñas, cada uno en un idioma distinto. Todos ellos constituían un verdadero abanico de las razas, las tradiciones, las religiones y las culturas del mundo. Había jovencitas escandinavas en minifalda junto a muchachas veladas del Yemen, árabes norafricanos entreverados con turcos, chilenos y chinos, atuendos extravagantes y formales. Comenzaron la función cantando canciones nórdicas relacionadas con la Navidad.
Después, vino el espectáculo. Constaba de dos partes. La primera consistía en un resumen de la vida y la obra de Alfred Nobel (1833-1896), el químico que inventó la dinamita, fue un poderoso industrial y legó su fortuna para la creación de los premios que llevan su nombre. Esta síntesis biográfica no ocultaba que el fecundo y célebre personaje había sido un socialdemócrata republicano y antimonárquico y que había pergeñado también algunas obritas literarias, con más entusiasmo que inspiración. Luego, la representación se volvió todavía más didáctica y nos explicó a los presentes en qué consistían los hallazgos y realizaciones que habían merecido este año a sus autores los premios Nobel de Medicina, Física y Química. ¡De quitarse el sombrero! La víspera, en un programa de la BBC, los propios laureados intentaron iluminarnos a los profanos sobre aquellos inventos y -creo que no hablo por mí solo- nos dejaron a todos en la luna de Babia. Estos mocosos, en cambio, a través de sus dibujos, fotografías, tarjetas y explicaciones orales, algunas impregnadas de buen humor, consiguieron darnos a los espectadores una idea bastante más precisa de aquellos logros científicos, incluido el prodigio magnético del sapo volador (la estrella de los Nobel de este año, sin la menor duda), conseguido por el físico Konstantin Novoselov.
La segunda parte consistió en contar y representar de manera resumida una novela mía, El hablador , en la que un muchacho judío peruano, limeño y de clase media, se vuelve un contador de cuentos machiguenga, es decir, vive una conversión cultural que es también una mudanza histórica, de hombre moderno y racional en un ser primitivo, mágico y religioso. Lo hicieron maravillosamente bien, ilustrando con diseños, música y estampas los textos que iban leyendo en diferentes idiomas los distintos narradores. Me pareció estar reviviendo las interioridades de todo lo que fue la construcción de aquella historia.
Ni el barrio ni la escuela de Rinkeby fueron hace veinte años la sombra de lo que son ahora. La violencia reinaba en el lugar y las fotos de la época muestran que las aulas, patios y pasillos escolares eran un monumento a la suciedad y al desorden, en tanto que el rendimiento escolar era el más bajo del país. Fue en estas condiciones en que uno de los profesores, Börje Ehrstrand, asumió la dirección. Las reformas que introdujo fueron discutidas con los padres de familia, a los que, a partir de entonces, se les dio una participación intensa y constante en todas las actividades escolares, incluidas las didácticas. Ellos mismos y los alumnos aseguraron a partir de entonces la limpieza del local, haciendo trabajo voluntario.
Los dos primeros años son los más difíciles y en ellos la tarea primordial de la escuela es ir limando la desconfianza y la actitud huraña de los recién llegados hacia sus compañeros de carpeta que visten distinto, hablan otra lengua, adoran a otro dios. Algunos se adaptan con facilidad; los que no, tienen cursos especiales, a los que asisten los padres, asesorados por los dos psicólogos que forman parte del plantel. Generalmente, a partir del tercer año la comunicación y los intercambios son fluidos y se puede hablar de una integración en la diversidad, porque los denominadores comunes -el idioma y la aceptación del "otro"- ya forman parte de la personalidad del alumno.
La escuela de Rinkeby no sólo es notable porque en ella coexistan niños y niñas de todo el espectro cultural; también, porque desde hace tres años sus alumnos figuran en el palmarés del concurso nacional de matemáticas y por los excelentes logros académicos del promedio. La demanda ha hecho que en los últimos cinco años la escuela haya crecido, que en la actualidad una cuarta parte de sus alumnos procedan de otros barrios, y que la fama de la institución vaya trascendiendo las fronteras suecas. Hace poco, la Comunidad Europea la premió como la institución que más éxito ha tenido en la prevención de la delincuencia juvenil.
Sentí mucho no haber tenido ocasión de conversar, en esa tarde tumultuosa, con Börje Ehrstrand, a fin de conocer más de cerca al autor de esta hazaña cultural y democrática que es el colegio que dirige. Pero sí visité la biblioteca y me dio gusto saber, por boca de una de las bibliotecarias, que la enseñanza de la literatura y la incitación a leer forman parte primordial del currículo de la escuela. No es de extrañar que -al revés de lo que se suele creer, que la escuela no es más que un reflejo de aquello que ocurre en la vecindad- en este caso la formidable transformación del colegio del barrio haya tenido un efecto saludable en la comunidad que lo rodea, atenuando la violencia, las disputas étnicas y religiosas, la criminalidad.
Suecia no ha sido inmune a los prejuicios contra la inmigración que, atizados por la crisis financiera y la consiguiente reducción del empleo, han dado a partidos y movimientos extremistas, antiinmigrantes y xenófobos, una presencia política que no tenían. Por primera vez, uno de ellos ha entrado al Parlamento sueco en las últimas elecciones. No es la primera vez que ocurre así. Cuando una sociedad es víctima de alguna catástrofe, económica o política, surge la necesidad de un chivo expiatorio y, por supuesto, los inmigrantes son los blancos principales. No importa que todas las estadísticas señalen que sin la emigración los países europeos no podrían mantener los altos niveles de vida que tienen y que lo que los trabajadores extranjeros aportan a la economía de un país es muy superior a lo que de ella reciben. La verdad se hace añicos contra lo que Popper llamaba el espíritu de la tribu, ese rechazo instintivo del "otro", del que no forma parte de la propia manada u horda, esa cerrazón primitiva que es el mayor obstáculo para que un país alcance la civilización.
Por eso, lo que ha conseguido el colegio de Rinkeby es tan importante y debería servir de modelo a todos los países que reciben grandes contingentes de inmigrantes y quieren evitarse los problemas que resultan de la marginación y discriminación de que éstos suelen ser víctimas. Hay que empezar con los niños. Que éstos aprendan a convivir con quienes tienen hablas, pieles, dioses, costumbres distintas, y que, conviviendo, vayan desprendiéndose, como de un residuo inútil, en sus propias culturas, de todo aquello que dificulta o impide la coexistencia con los otros, es la más segura manera de conseguir que más tarde, cuando sean ya hombres y mujeres, puedan vivir en paz en esa diversidad étnica y lingüística, que, nos guste o no, será el rasgo primordial del mundo cuyos umbrales ya pisamos.
© La Nacion

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