Que todos los niños y niñas aprendan es una dimensión esencial del derecho a la educación: escuelas que mejoran de manera sostenida contribuyen a que el derecho a la educación se cumpla mejor. Por eso, aprender cómo se alcanzan estos procesos es un desafío para la reforma educativa. Más aún después de las preocupantes conclusiones que arrojó el estudio “Lo Aprendí en la Escuela ¿Cómo se logran procesos de mejoramiento sostenido? (CIAE-UNICEF, 2014)”, que revisó el mejoramiento de las escuelas de Chile durante la década de 2000-2010 y que encontró que sólo uno de cada diez establecimientos logró mejorar sostenida e integralmente en la última década.
Mientras la política educativa establece periodos concretos para que las escuelas avancen, el estudio nos muestra que lograr mejoramientos sostenidos es complejo y dinámico y requiere, al menos, de 4 a 6 años en cada una de las fases que se lograron identificar, en las que un avance parcial no conlleva necesariamente que éste se consolide y posibilite pasar a la fase siguiente. Más bien hay contextos de mejoramiento y otros de empeoramiento y en ocasiones parece que no hubiera movimiento de mejora. Por eso, hay que poner mucha atención para aprender de las experiencias.
Del grupo que logró progresar, aprendimos que la que mejora es la escuela, no un docente aislado, no una sala de clase o curso en particular y que en dichos procesos se involucran a todos los actores de una comunidad educativa y a varios sectores de aprendizaje. Además, las mejoras ocurren en un contexto específico y en él las políticas educativas han jugado un rol como oportunidades que se aprovechan: el SIMCE ha provisto un marco de referencia y una dirección hacia la que avanzar (aunque también ha empobrecido el sentido final de esa dirección) y la Subvención Especial Preferencial (SEP) relegitima a la escuela y otorga nuevos recursos.
Pero si bien el mejoramiento combina muchos procesos (con directivos, docentes y de la cultura de la escuela), el corazón es la gestión técnico pedagógica: la forma de organizar el tiempo escolar, la enseñanza, la evaluación y la gestión curricular que refuerza la responsabilidad y compromiso profesional de los docentes, es decir, el “accountability interno” que activa prácticas sostenidas de formación entre pares. Son escuelas que saben que si la enseñanza no mejora, la calidad de la educación tampoco lo hará.
También aprendimos que el mejoramiento no es lineal. En el estudio identificamos tres fases de mejoramiento sostenido desde uno incipiente, donde los directivos lideraron un proceso de “reestructuración” organizacional a partir de una crisis institucional; hasta uno institucionalizado, donde no sólo se organizan estratégicamente prácticas sobre lo que la propia escuela ha aprendido, sino que se busca generar y desarrollar capacidades en los equipos. Así, el mejoramiento se convierte en sostenible no solo cuando se muestra constante en el tiempo, sino cuando se institucionalizan procesos como los recién descritos. Es decir, pasan a ser parte de la cultura de la escuela y cuentan con instrumentos, prácticas, roles y funciones claramente conocidos y compartidos por los miembros de la comunidad.
Existe otro grupo de escuelas de mejoramiento puntual, que si bien tienen progresos sistemáticos están casi exclusivamente orientados a subir los puntajes en el SIMCE.
Ya dijimos que cada una de estas fases puede demorar entre 4 a 6 años y que pasar una no significa necesariamente avanzar hacia la siguiente. En conclusión, existe un enorme desafío en el diseño de las políticas públicas para el mejoramiento de las escuelas: reconocer que los tiempos necesarios para asentar condiciones de mejora no coinciden con los tiempos políticos o los deseos de mostrar logros en periodos acotados.
Entonces, ¿cuál debiese ser el principal desafío del mejoramiento escolar para los próximos años? Poner el foco en lograr que la mayor parte de los establecimientos logren instalar procesos de mejoramiento y que éstos se puedan ir institucionalizando, de tal forma que más que ser escuelas de excelencia en los próximos cinco años, puedan ser reconocidas como organizaciones que logran alcanzar un mejoramiento sustentable e integral y en las que, al preguntarles a sus directivos y profesores dónde se ven en cinco años, mayoritariamente puedan responder con orgullo, ¡aquí, en esta escuela!, tal como lo escuchamos en las escuelas del estudio.
Para lograr este objetivo no hay una bala de plata. Se requieren decisiones en, al menos, cinco ámbitos. Lo primero es reconocer que las escuelas que mejoran son un recurso para el sistema educativo: hay que apoyarlas y deben ser un lugar del cual aprender, hay que ‘ponerlas’ en un rol de colaboración, y no de competencia.
Los equipos humanos de la escuela son clave. Es necesario relevar las estrategias de selección, formación y acompañamiento de los equipos directivos, pues sin su participación activa no será posible observar trayectorias de mejoramiento en las escuelas; el descuido de estos equipos aumenta la probabilidad de perder lo avanzado. De allí que los casi mil nuevos directores elegidos por alta dirección pública hasta diciembre del 2013 aparecen como una oportunidad extraordinaria para desarrollar un programa activo de apoyo y ‘empujar’ a esas escuelas en el camino del mejoramiento.
En ese mismo sentido, hay que promover y acompañar a las escuelas en la conformación de comunidades de aprendizaje entre sus equipos docentes y directivos, para lo cual no sólo se hace indispensable apoyar la generación de capacidades internas, sino que también cambios institucionales que permitan mejorar las condiciones de trabajo de la mayor parte de los docentes por medio de una nueva carrera profesional.
En este camino no podemos olvidar a la educación pública: el programa de fortalecimiento de la educación pública anunciado debiese considerar como eje estratégico el reconocer y apoyar fuertemente a las escuelas públicas que presentan trayectorias sustentables de mejoramiento. Visibilizarlas es esencial para que más familias confíen en una educación pública de calidad y es también un mecanismo que posibilita que en pocos años se pueda revertir la pérdida sistemática de matrícula que afecta al sector.
Finalmente, es indispensable reenfocar el rol de la Agencia de la Calidad desde una entidad centrada en generar un ordenamiento de escuelas con fines de identificar a las que debiesen ser cerradas, hacia una que prioriza la generación de capacidades internas para que un mayor número de establecimientos genere trayectorias de mejoramiento sostenido.También se hace urgente acotar el rol que juega el SIMCE como indicador de la calidad escolar, reduciendo la intensidad de sus mediciones, de tal forma que posibilite a las autoridades territoriales, y especialmente a las propias escuelas, comprender lo que dicen sus resultados y que éstos le sean de ayuda para tomar decisiones vinculadas a entregar una educación de mayor calidad para todos los niños y niñas. Y que, al mismo tiempo, la evaluación de las escuelas considere con mayor énfasis el desarrollo de habilidades no cognitivas y ciudadanía que permitan desarrollar proyectos vitales plenos entre los estudiantes.
Solo así se puede avanzar hacia una educación más inclusiva, participativa y que forme ciudadanos más responsables con su comunidad. Solo de esta manera la reforma educativa se encaminará hacia una educación de calidad para todos.