Nuestra sociedad mejoraría si la justicia fuese severa e inapelable, como lo fue con Luis Suárez, con todas las otras mordidas morales, que no hacen sangrar pero duelen y humillan más que las de la boca
JUAN ARIAS 28 JUN 2014 - El País
Los hay que muerden con sus dientes el cuerpo de los otros, como el jugador de Uruguay, Luis Suárez y también los que muerden el alma del prójimo. Son los que hieren con su intolerancia, su racismo y su falta de sensibilidad social, los mordedores de los derechos de los demás.
El castigo infligido al jugador de Uruguay, Luis Suárez, por haber dado una dentellada en el hombro del compañero italiano, ha sido rápido, ejemplar, severo y sin derecho a apelación. Castigo que alcanza a toda la selección que queda debilitada para seguir compitiendo en la Copa.
No entro en la polémica sobre la posible excesiva condena de la FIFA. Psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas han analizado ya por activa y por pasiva esa fea pasión del futbolista por morder a sus compañeros en el estadio. Es una disfunción del comportamiento de la que Suárez deberá ser tratado. La justicia deportiva estaba sin embargo obligada a intervenir. Y lo ha hecho con rapidez.
Lo que me gustaría es que sentencias igual de severas y fulminantes se aplicasen en nuestra sociedad a todos aquellos, personas o instituciones, que muerden nuestra alma, nuestros legítimos derechos y hasta nuestros sentimientos más íntimos.
Lo que me gustaría es que sentencias igual de severas y fulminantes se aplicasen en nuestra sociedad a todos aquellos, personas o instituciones, que muerden nuestra alma, nuestros legítimos derechos y hasta nuestros sentimientos más íntimos.
Hace algunos días, como creo que ya conté en otra columna, me mordió a traición un perro mientras caminaba por la calle. Me clavó todos sus dientes en la muñeca, que acabó sangrando. Me dolió. Sin embargo más daño me causó la actitud del dueño del perro, un señor educado, que conversando conmigo me confió: “Mi perro, que está al día con las vacunas, no suele morder, pero eso sí, odia a los negros”.
Su confesión hizo sangrar mi alma de blanco, sin necesidad de que me clavara sus dientes. Y lo hizo con su voz cálida, como si me hubiese confiado algo normal. ¿Qué tenía de extraño que su perro odiase a los negros? No tengo dudas de que su perro había absorbido sus sentimientos racistas. ¿No son los negros y pardos para esas personas poco más que una especie de perros que hablan?
Nuestra sociedad mejoraría si la justicia fuese severa e inapelable, como lo fue con el jugador, con todas las otras mordidas morales, que no hacen sangrar pero duelen y humillan más que las de la boca.
Cada niño muerto de bala perdida en cualquier favela del mundo es un desgarrón en el corazón de su madre. Cada vez que una mujer es considerada inferior al varón, como el señor del perro consideraba a los negros, la estamos mordiendo no en su carne, sino más hondo. O cuando las leyes le impiden decidir sobre su libertad sexual y sobre su cuerpo. Cada estupro es más feroz que la dentellada del jugador. Así como cada violencia contra ella en el seno de la familia. Tantos maridos no sólo las muerden físicamente, también las matan. En España, una cada dos días. ¿Y en Brasil?
Cada injusticia social, cada niño que pierde la oportunidad de desarrollar sus capacidades por falta de recursos públicos está siendo mordido en su alma. Cada analfabeto en un país rico y en desarrollo, en tiempos de internet y de las mayores invenciones en el estudio del aprendizaje, es una violencia mucho mayor que morder el hombro de un jugador. Cada dentellada al dinero público hurtado en las orgías de la corrupción, es otra violencia social y moral. Los que esperan meses en cola para poderse curar están siendo mordidos en uno de los derechos más legítimos.
Cuando el rey de España, que acaba de abdicar de su trono a favor de su hijo, el hoy Felipe VI, tuvo el resbalón de irse a África para darse el gusto de matar a un elefante, una gesta que le costó 75.000 dólares, y de la que pidió perdón a los ciudadanos, una mujer colombiana escribió dolorida en mi blog. Decía que con la mitad de aquel dinero para darse el gusto de matar a un elefante, podría salvar la vida de su hija de cinco años, enferma de un mal que sólo podía ser tratado en los Estados Unidos y para el que ella carecía de recursos.
Ojalá que la justicia pueda llegar a ser tan severa no sólo con un jugador que muerde a un compañero, algo condenable, sino también con todos los políticos, banqueros, especuladores financieros y con cuantos muerden la dignidad humana. Que lo sea también con todos los que usan sus dientes afilados para defender los prejuicios raciales o de género, algo que deja en esas personas las marcas del sufrimiento del alma que no son menores que el del cuerpo, porque además de doler, humillan. Se muerde también con la lengua del desprecio por el prójimo.
No me dan miedo los vampiros de verdad. Me lo dan los falsos, los simbólicos, los que fingen y ofrecen protección mientras en las noches sombrías de sus especulaciones mafiosas se alimentan con la sangre robada de los más desprotegidos. impidiéndoles a veces hasta poder sobrevivir como humanos.
¿Existirá alguna vez, para esos vampiros del alma, justicia de verdad, rápida y severa como la infligida al jugador de Uruguay? Esa justicia se echa de menos incluso en el seno de nuestras flamantes democracias, roncas de tanto proclamar la defensa de los derechos humanos, y que después eternizan los procesos judiciales con sus eternos ritos burocráticos, apelaciones infinitas y enredos jurídicos cuando se trata de los imputados del poder. ¿Necesitaremos también aquí exigir para esos vampiros de lujo una justicia “padrón FIFA”?
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