TRIBUNA
El pueblo español no era monárquico cuando murió Franco. Volvió a serlo gracias al protagonismo del Rey en la democratización de España y la tarea de Felipe VI es mantener viva esa adhesión
Vi el discurso de abdicación del rey Juan Carlos en un pequeño televisor de un hotelito de Florencia y me emocionó escucharlo. Por el visible esfuerzo que hacía para mantener la serenidad y presentar su apartamiento del trono como algo natural, sabiendo muy bien que daba un paso trascendental, lo que suele llamarse un “hecho histórico”. Y porque esta renuncia en favor de su hijo, el príncipe Felipe, cerraba un período durísimo para él, de quebrantos de salud, escándalos familiares y personales, unas excusas públicas y unos esfuerzos denodados en los últimos tiempos a fin de recuperar, para él y para la institución monárquica, la popularidad y el arraigo que había sentido resquebrajarse. El discurso fue impecable: breve, preciso, persuasivo y bien escrito.
Desde entonces, el Rey ha recibido múltiples manifestaciones de cariño en todas sus presentaciones públicas y muy pocos ataques y diatribas. Yo estoy seguro que, a medida que discurra el tiempo, el balance de los historiadores irá haciendo crecer su figura de estadista y terminará por reconocerse que los 39 años de su reinado habrán sido, en gran parte gracias a él, los más libres, democráticos y prósperos de la larga historia de España. Y nada me parece tan justo como decir –lo ha afirmado Javier Cercas en un artículo- que sin el rey Juan Carlos no hubiera habido democracia en este país. Ciertamente que no, por lo menos de la manera pacífica, consensuada e inteligente que fue la transición.
Espero que, en el futuro, algún novelista español de aliento tolstoiano, se atreva a contar esta fantástica historia. El régimen de Franco había urdido, con las mejores cabezas de que disponía, su supervivencia, mediante la restauración de una monarquía de corte autoritario, para la cual el Caudillo y su entorno habían educado, desde niño, apartándolo de su familia y sometiéndolo a una celosa formación especial, al joven príncipe, al que las Cortes franquistas, luego de la muerte de Franco, entronizaron Rey de España. Pero en su fuero íntimo, nadie sabe exactamente de qué modo y desde cuándo, el joven Juan Carlos había llegado a la conclusión de que, asumido el trono, su obligación debía ser exactamente la opuesta a la que había sido prefacturada para él. Es decir, no prolongar –guardando ciertas formas- la dictadura, sino acabar con ella y conducir a España hacia una democracia moderna y constitucional, que abriera su patria al mundo del que había estado poco menos que secuestrada los últimos cuarenta años, y reconciliara a todos los españoles dentro de un sistema abierto, tolerante, de legalidad y libertad, donde coexistieran pacíficamente todas las ideas y doctrinas y se respetaran los derechos humanos.
Espero que en el futuro, algún novelista español de aliento tolstoiano, se atreva a contar esta fantástica historia
Parecía una tarea imposible de alcanzar sin que los herederos de Franco, que controlaban el poder y contaban todavía –para qué mentir- con un fuerte apoyo de opinión pública, se rebelaran contra esta democratización de España que los condenaría a la extinción, y se opusieran a ella con todos los medios a su alcance, incluida, por supuesto, la de una violencia militar. ¿Por qué no lo hicieron? Porque, con una habilidad extraordinaria, guardando siempre las formas más exquisitas, pero sin dar jamás un paso en falso, el joven monarca los fue embarcando de tal modo en el proceso de transformación que, cuando advertían que ya habían cedido demasiado, confundidos y desconcertados, en vez de reaccionar estaban ya haciendo una nueva concesión. La opinión pública, transformada en el curso de esta marcha hacia la libertad, se alistaba en ella y apoyaba de manera cada vez más dinámica los cambios que, semana a semana, día a día, fueron cambiando de raíz la realidad política de España.
Con motivo de su fallecimiento, se ha recordado hace poco y con mucha justicia, la notable labor que cumplió Adolfo Suárez en la transición. Claro que sí. Pero hay que recordar que fue el rey Juan Carlos quien, con olfato infalible, eligió para que fuese su colaborador en esta extraordinaria operación, a quien era entonces nada menos que Ministro Secretario General del Movimiento, es decir, del conjunto de organizaciones e instituciones políticas del régimen franquista. Nadie debe menoscabar, desde luego, la importancia que alcanzaron en la transición pacífica de España de la dictadura a la democracia, de un régimen vertical a un sistema plural y abierto, prácticamente todas las fuerzas políticas del país, de la derecha a la izquierda, y que todas ellas estuvieran dispuestas, en aras de la paz, a hacer concesiones que hicieran posibles los consensos de los que resultó el gran acuerdo constitucional. Pero nadie debería tampoco olvidar que quien, desde un principio, concibió, impulsó y llevó a buen puerto este proceso, fue el monarca que, prestando un nuevo gran servicio a su país, acaba de abdicar a fin de que herede el trono el príncipe Felipe y con él se abra para España “una nueva etapa de esperanza en la que se combinen la experiencia adquirida y el impulso de una nueva generación”.
Si, de este modo, el rey Juan Carlos contribuyó de manera decisiva a que la democratización de España se llevara a cabo de manera pacífica, con su conducta clara y firme que hizo debelar el intento golpista del 23 de febrero de 1981 consiguió para la monarquía una legitimidad que había perdido vigor y calor popular. Porque lo cierto es que el pueblo español no era monárquico cuando murió Franco. Empezó a ser, o a volver a serlo, gracias al protagonismo que tuvo el Rey apoyando y liderando la democratización de España. Pero fue luego del aplastamiento del intento golpista del 23/F que el rey Juan Carlos devolvió a la Monarquía el respaldo resuelto y entusiasta de la gran mayoría de la población, lo que ha sido factor decisivo de la estabilidad política e institucional de la España de estas últimas décadas.
Esta historia, que he resumido en pocas líneas, está todavía por contarse. Es una historia fuera de lo común, de una complejidad y sutileza sólo comparable con las de las más grandes novelas, en la que, en la soledad más absoluta, un joven prisionero de una maquinaria casi invencible, se libera de ella y decide, ejerciendo unos poderes que entonces sí tenía el Rey, rebelarse contra el sistema que estaba encargado de salvar, deshaciéndolo y rehaciéndolo de pies a cabeza, cambiando sutilmente todo el libreto que debía aprenderse y ejecutar y reemplazándolo por su contrario. Mucha gente lo ayudó, desde luego, pero él fue, él solo, desde el principio hasta el final, el director del espectáculo.
Por eso la España sobre la que va a reinar don Felipe VI es, hoy, esencialmente distinta de aquella que era cuando murió Franco: una democracia moderna y respetada, un país libre, solvente y culto, que figura entre los más avanzados del mundo. Conviene no olvidar cuánto de todo ello se debe al monarca que ahora se retira para que lo sustituya su heredero.
Es verdad que el príncipe Felipe ha sido muy bien preparado para la difícil responsabilidad que va a asumir. También lo es que España vive hoy problemas enormes –el primero y el más grave de ellos, las amenazas de secesión que podrían hundirla en una crisis de incalculables consecuencias- y que, por más que el monarca en una monarquía constitucional reine pero no gobierne, los desafíos que va a enfrentar van a poner a prueba todos los conocimientos y experiencias que ha adquirido en el curso de su exigente formación. Lo más importante es que el nuevo rey, mediante sus gestos, iniciativas, tacto y comportamiento, mantenga viva la adhesión que es hoy aún muy profunda en la sociedad española hacia la monarquía constitucional. No es cierto que, mientras haya democracia, importe poco si un régimen es republicano o monárquico. No cuando el problema de la unidad de un país es tan grave como hoy día en España. La monarquía es una de las pocas instituciones que garantiza esa unidad en la diversidad sin la cual podría sobrevenir la desintegración de una de las más antiguas e influyentes civilizaciones del mundo. En todas las otras la división, el encono, el fanatismo y la miopía política han sembrado ya las semillas de la fragmentación. Ayudemos todos a Su Majestad don Felipe VI a tener éxito poniendo nuestro granito de arena en la tarea de mantener a España unida, diversa y libre como lo ha sido estos 39 últimos años.
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