Un adiós al novelista, ensayista y dramaturgo David Viñas, que falleció anteayerBeatriz Sarlo
Aunque, en realidad, detrás de sí había muchos libros, y uno fundamental para pensar la cultura en este país: Literatura argentina y realidad política , de 1964. Ese libro comienza en la revista Contorno , que fundó con su hermano Ismael en noviembre de 1953. La edición facsimilar, publicada por la Biblioteca Nacional en 2007, permite ver que esa revista fue un banco de pruebas del pensamiento político, de la crítica literaria y de la historia cultural de la generación de Viñas: en la primera página del primer número hay un artículo de Juan José Sebreli; escribieron en Contorno Noé Jitrik, León Rozitchner, Tulio Halperin Donghi, Ramón Alcalde, Carlos Correas y siempre, con su nombre o con diversos seudónimos, los dos hermanos Viñas. Contorno quiso ser una respuesta a Sur y lo fue para los que vinimos después, no porque atacara a Sur, sino porque leía otra literatura argentina, de otro modo.
El número 4 de Contorno , de diciembre de 1954, está dedicado a Martínez Estrada. David Viñas lo llama un "heterodoxo argentino". Definiendo a Martínez Estrada, Viñas se definía a sí mismo anticipadamente. Siempre fue un escritor nacional; siempre fue un heterodoxo. Hoy ya es posible decir que Viñas y Martínez Estrada son los dos grandes ensayistas ideólogos del siglo XX.
Literatura argentina y realidad política fue el libro de quienes comenzábamos a leer en los años 60. Inauguró temas: nadie que lo haya leído olvidará "La mirada a Europa: del viaje colonial al viaje estético" ni el ensayo sobre intelectuales y escritores profesionales en 1900. "Los dos ojos del romanticismo" sigue siendo uno de los grandes textos de la crítica y mucho más: una hipótesis sobre literatura e historia, ese par conceptual que nunca dejó de obsesionar a Viñas; una hipótesis sobre la mirada intelectual y la mirada estética, esas perspectivas que también lo obsesionaron siempre. Literatura argentina y realidad política fue una revelación. Durante décadas, esa revelación se repitió en las clases de Viñas, en Rosario, en Buenos Aires, en Dinamarca, en Estados Unidos. Un estudiante de medicina que lo había escuchado en Los Angeles me contó el efecto convulsionante de una conferencia suya: se entraba de un modo y se salía cambiado: abandonó la medicina para dedicarse a la literatura. No tengo dudas de ese poder iniciático y transformador porque muchos comprobamos su potencia. Traerlo a Viñas a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en los años 60 fue un programa de máxima que no se alcanzó nunca. Llegó a esa facultad con la democracia, en 1984.
Pero antes se podía escuchar a Viñas en los bares o en las reuniones de grupos políticos. Fugazmente, militamos en el mismo partido, para el que Viñas dirigió una revista cuyo título, por cierto, había sido idea suya: La Comuna . Viñas discutía como si invariablemente el desenlace fuera definitivo y en él se jugara todo. Tenía una visión totalizante de lo que una discusión ponía en juego. Violento y arrollador, era, al mismo tiempo, democrático: discutía con quien tenía adelante, escuchaba a quien se sentara a su mesa, no establecía jerarquías de interlocutores. Flamígero y horizontal, valga el oxímoron.
Fue durante toda su vida un hombre de izquierda. Su origen familiar era radical (léase esa sólida novela Los dueños de la tierra , donde hay pistas familiares) y ese origen le trasmitió saberes nacionales, lo hizo baquiano de las tradiciones, las herencias y los linajes desde el siglo XIX. Odiaba como si los personajes del pasado continuaran su vida en el presente. Nunca dejó de criticar a Lugones, como si fuera un contemporáneo. Su gran libro Indios, ejércitos y fronteras (1982) fue al mismo tiempo una quebrada alegoría de los crímenes estatales del siglo XX y una denuncia de los del siglo XIX. Era partidario, siempre. Pero Tulio Halperin Donghi lo citaba con respeto. Hizo del partidismo el impulso vital de sus investigaciones: no fue el obstáculo que temen los débiles, sino la fuerza que permite ver más a los inteligentes.
Nunca pudo leer a Borges. En 1981 nos dijo a Carlos Altamirano y a mí en un reportaje que fue el primero que se publicó en la Argentina posterior al golpe: "A mí, Borges no me interesaba". Un insulto al sentido común literario, que Viñas pronunció impertérrito. Borges no le interesaba y tampoco le interesaba una parte importante (fundamental) de la literatura argentina del siglo XX. En cambio, entendió a Roberto Arlt y a Sarmiento. Este es uno de los enigmas que Viñas deja abiertos. Habrá que responderlo, porque no es justo ni perspicaz decir superficialmente: allí estaban sus límites. Más bien habría que admitir que Viñas tenía una mirada penetrante y estrábica. No hay que coincidir con Viñas para reconocer que ese "Borges no me interesaba" encierra una cuestión que tiene pliegues más atractivos que la adhesión ciega a un parnaso literario. En las palabras de Viñas no hay simplemente ceguera sino una discusión estética profunda. No es necesario coincidir para entenderlas.
Su literatura era sencillamente no borgeana. La gran novela (cada uno marcará la que considera su gran novela) fue Cuerpo a cuerpo , publicada en México en 1979. Allí colocó a un general del ejército, una guerrillera, un periodista. Pero es mucho más que un relato sobre un militar y la violencia. Viñas escribió esa novela experimental casi a los cincuenta años, como si se tratara de un proyecto de juventud enloquecida. Basta hojearla para descubrir un texto extremo, fuera del mercado, fuera del horizonte de los lectores: pura literatura, cuando la literatura es pura precisamente por no serlo, por tragarse todo: ideología, política, sexualidad, perversión, violencia. Pura literatura que busca contaminarse con todo. Fue hombre de teatro, guionista de cine. Se ganó la vida con la escritura, aunque no hablaba de profesionalismo jamás.
Las novelas de Viñas tienen el sentido de lo material. Maestro del detalle, capta los ademanes y los tics, persigue los cuerpos en sus convulsiones y recovecos. No es un escritor típicamente realista porque siempre desborda, siempre escribe más de la medida. Careció, en verdad, de medida. Con los años, sus novelas se hicieron más desmesuradas; se sujetaron menos a cualquier regulación; amplificaron los parlamentos de sus personajes o redujeron los diálogos a tres o cuatro palabras. Viñas era un realista que abandonó las técnicas del realismo. En sus comienzos, había leído a Dos Passos, a Hemingway, a Sartre y a Faulkner. Después vino un desmadre, un exceso, algo que fue su marca de escritura; pero conservó siempre, inalterable, el deseo de verdad histórica, esa tensión que no es representativa ni meramente estética sino ideológica.
Su muerte abre el capítulo "Viñas de la cultura argentina". Ignoro cuántos años pasarán antes de que ese capítulo se escriba. Como con Martínez Estrada o con Murena, puede haber momentos de oscuridad y grandes relecturas. Quienes lo conocimos, sabemos que la síntesis, tratándose de David Viñas, nunca fue sencilla. Producía admiración e inquietud; a veces, miedo; era posible pelearse con él y pensar que esa había sido la última vez. En un mundo de encontronazos mezquinos, las peleas de David Viñas siempre fueron generosas: discutía sólo por ideas. Desaforado, sus reacciones tuvieron siempre la nobleza de quien no calcula las consecuencias. Peleaba sin beneficio de inventario. Nunca administró su fuerza. En eso se pareció a Sartre. Un Sartre arrastrado por flujos de gasto personal infinito. También los une la idea de intelectual comprometido, esa fórmula que ya no se usa, que él mismo había dejado de usar, pero que lo definía bien porque algunos hombres (pocos) siguen pareciéndose a lo que quisieron ser en su juventud.
La última vez ha llegado ahora. Hace poco más de un año, lo encontré en un bar de la calle Corrientes y Rodríguez Peña. Nos habíamos alejado, y ambos nos abrazamos pensando (yo, por lo menos, lo pensé) que posiblemente la mayoría de las cosas presentes seguían separándonos, pero que valía la pena abrazarse porque nunca se sabe. Hoy ya se sabe. Quizás esta misma nota lo habría enojado a Viñas: "Hermanita, ¿en el diario de los Mitre?". Así llamaba invariablemente a este diario. La pregunta forma parte de lo mucho que nos separaba. Sin embargo, soy su alumna, de la manera infiel en que se puede serlo, de la única manera en que David lo habría admitido.
© La Nacion
Ese polemista incansable
Beatriz Sarlo
Para LA NACION
Sábado 12 de marzo de 2011
Es difícil borrar los recuerdos personales de esta despedida a David Viñas. Cuando regresó del exilio en 1983, aterrizó en Ezeiza sin un peso. Vivió unas semanas en la oficina de la revista Punto de Vista . A pulso, por escalera, subió ocho pisos la cama que alguien le había prestado, mientras gritaba: "¡Hermanita, allá vamos, como Cristo!". Tenía entonces más de cincuenta años (había nacido en 1927) y llegaba como un joven, sin nada, todo por delante.Aunque, en realidad, detrás de sí había muchos libros, y uno fundamental para pensar la cultura en este país: Literatura argentina y realidad política , de 1964. Ese libro comienza en la revista Contorno , que fundó con su hermano Ismael en noviembre de 1953. La edición facsimilar, publicada por la Biblioteca Nacional en 2007, permite ver que esa revista fue un banco de pruebas del pensamiento político, de la crítica literaria y de la historia cultural de la generación de Viñas: en la primera página del primer número hay un artículo de Juan José Sebreli; escribieron en Contorno Noé Jitrik, León Rozitchner, Tulio Halperin Donghi, Ramón Alcalde, Carlos Correas y siempre, con su nombre o con diversos seudónimos, los dos hermanos Viñas. Contorno quiso ser una respuesta a Sur y lo fue para los que vinimos después, no porque atacara a Sur, sino porque leía otra literatura argentina, de otro modo.
El número 4 de Contorno , de diciembre de 1954, está dedicado a Martínez Estrada. David Viñas lo llama un "heterodoxo argentino". Definiendo a Martínez Estrada, Viñas se definía a sí mismo anticipadamente. Siempre fue un escritor nacional; siempre fue un heterodoxo. Hoy ya es posible decir que Viñas y Martínez Estrada son los dos grandes ensayistas ideólogos del siglo XX.
Literatura argentina y realidad política fue el libro de quienes comenzábamos a leer en los años 60. Inauguró temas: nadie que lo haya leído olvidará "La mirada a Europa: del viaje colonial al viaje estético" ni el ensayo sobre intelectuales y escritores profesionales en 1900. "Los dos ojos del romanticismo" sigue siendo uno de los grandes textos de la crítica y mucho más: una hipótesis sobre literatura e historia, ese par conceptual que nunca dejó de obsesionar a Viñas; una hipótesis sobre la mirada intelectual y la mirada estética, esas perspectivas que también lo obsesionaron siempre. Literatura argentina y realidad política fue una revelación. Durante décadas, esa revelación se repitió en las clases de Viñas, en Rosario, en Buenos Aires, en Dinamarca, en Estados Unidos. Un estudiante de medicina que lo había escuchado en Los Angeles me contó el efecto convulsionante de una conferencia suya: se entraba de un modo y se salía cambiado: abandonó la medicina para dedicarse a la literatura. No tengo dudas de ese poder iniciático y transformador porque muchos comprobamos su potencia. Traerlo a Viñas a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en los años 60 fue un programa de máxima que no se alcanzó nunca. Llegó a esa facultad con la democracia, en 1984.
Pero antes se podía escuchar a Viñas en los bares o en las reuniones de grupos políticos. Fugazmente, militamos en el mismo partido, para el que Viñas dirigió una revista cuyo título, por cierto, había sido idea suya: La Comuna . Viñas discutía como si invariablemente el desenlace fuera definitivo y en él se jugara todo. Tenía una visión totalizante de lo que una discusión ponía en juego. Violento y arrollador, era, al mismo tiempo, democrático: discutía con quien tenía adelante, escuchaba a quien se sentara a su mesa, no establecía jerarquías de interlocutores. Flamígero y horizontal, valga el oxímoron.
Fue durante toda su vida un hombre de izquierda. Su origen familiar era radical (léase esa sólida novela Los dueños de la tierra , donde hay pistas familiares) y ese origen le trasmitió saberes nacionales, lo hizo baquiano de las tradiciones, las herencias y los linajes desde el siglo XIX. Odiaba como si los personajes del pasado continuaran su vida en el presente. Nunca dejó de criticar a Lugones, como si fuera un contemporáneo. Su gran libro Indios, ejércitos y fronteras (1982) fue al mismo tiempo una quebrada alegoría de los crímenes estatales del siglo XX y una denuncia de los del siglo XIX. Era partidario, siempre. Pero Tulio Halperin Donghi lo citaba con respeto. Hizo del partidismo el impulso vital de sus investigaciones: no fue el obstáculo que temen los débiles, sino la fuerza que permite ver más a los inteligentes.
Nunca pudo leer a Borges. En 1981 nos dijo a Carlos Altamirano y a mí en un reportaje que fue el primero que se publicó en la Argentina posterior al golpe: "A mí, Borges no me interesaba". Un insulto al sentido común literario, que Viñas pronunció impertérrito. Borges no le interesaba y tampoco le interesaba una parte importante (fundamental) de la literatura argentina del siglo XX. En cambio, entendió a Roberto Arlt y a Sarmiento. Este es uno de los enigmas que Viñas deja abiertos. Habrá que responderlo, porque no es justo ni perspicaz decir superficialmente: allí estaban sus límites. Más bien habría que admitir que Viñas tenía una mirada penetrante y estrábica. No hay que coincidir con Viñas para reconocer que ese "Borges no me interesaba" encierra una cuestión que tiene pliegues más atractivos que la adhesión ciega a un parnaso literario. En las palabras de Viñas no hay simplemente ceguera sino una discusión estética profunda. No es necesario coincidir para entenderlas.
Su literatura era sencillamente no borgeana. La gran novela (cada uno marcará la que considera su gran novela) fue Cuerpo a cuerpo , publicada en México en 1979. Allí colocó a un general del ejército, una guerrillera, un periodista. Pero es mucho más que un relato sobre un militar y la violencia. Viñas escribió esa novela experimental casi a los cincuenta años, como si se tratara de un proyecto de juventud enloquecida. Basta hojearla para descubrir un texto extremo, fuera del mercado, fuera del horizonte de los lectores: pura literatura, cuando la literatura es pura precisamente por no serlo, por tragarse todo: ideología, política, sexualidad, perversión, violencia. Pura literatura que busca contaminarse con todo. Fue hombre de teatro, guionista de cine. Se ganó la vida con la escritura, aunque no hablaba de profesionalismo jamás.
Las novelas de Viñas tienen el sentido de lo material. Maestro del detalle, capta los ademanes y los tics, persigue los cuerpos en sus convulsiones y recovecos. No es un escritor típicamente realista porque siempre desborda, siempre escribe más de la medida. Careció, en verdad, de medida. Con los años, sus novelas se hicieron más desmesuradas; se sujetaron menos a cualquier regulación; amplificaron los parlamentos de sus personajes o redujeron los diálogos a tres o cuatro palabras. Viñas era un realista que abandonó las técnicas del realismo. En sus comienzos, había leído a Dos Passos, a Hemingway, a Sartre y a Faulkner. Después vino un desmadre, un exceso, algo que fue su marca de escritura; pero conservó siempre, inalterable, el deseo de verdad histórica, esa tensión que no es representativa ni meramente estética sino ideológica.
Su muerte abre el capítulo "Viñas de la cultura argentina". Ignoro cuántos años pasarán antes de que ese capítulo se escriba. Como con Martínez Estrada o con Murena, puede haber momentos de oscuridad y grandes relecturas. Quienes lo conocimos, sabemos que la síntesis, tratándose de David Viñas, nunca fue sencilla. Producía admiración e inquietud; a veces, miedo; era posible pelearse con él y pensar que esa había sido la última vez. En un mundo de encontronazos mezquinos, las peleas de David Viñas siempre fueron generosas: discutía sólo por ideas. Desaforado, sus reacciones tuvieron siempre la nobleza de quien no calcula las consecuencias. Peleaba sin beneficio de inventario. Nunca administró su fuerza. En eso se pareció a Sartre. Un Sartre arrastrado por flujos de gasto personal infinito. También los une la idea de intelectual comprometido, esa fórmula que ya no se usa, que él mismo había dejado de usar, pero que lo definía bien porque algunos hombres (pocos) siguen pareciéndose a lo que quisieron ser en su juventud.
La última vez ha llegado ahora. Hace poco más de un año, lo encontré en un bar de la calle Corrientes y Rodríguez Peña. Nos habíamos alejado, y ambos nos abrazamos pensando (yo, por lo menos, lo pensé) que posiblemente la mayoría de las cosas presentes seguían separándonos, pero que valía la pena abrazarse porque nunca se sabe. Hoy ya se sabe. Quizás esta misma nota lo habría enojado a Viñas: "Hermanita, ¿en el diario de los Mitre?". Así llamaba invariablemente a este diario. La pregunta forma parte de lo mucho que nos separaba. Sin embargo, soy su alumna, de la manera infiel en que se puede serlo, de la única manera en que David lo habría admitido.
© La Nacion
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